lunes, 5 de diciembre de 2011

EL SANTO DE LO IMPREVISTO I

El santo de lo imprevisto
Desde su amistad con los modernistas a la política del Pater noster, la única eficaz. Desde los comienzos en Tortona a los viaje sa Latinoamérica. Algunos episodios de la vida de san Luis Orione que revelan su atractivo
por Stefania Falasca
Es imposible estar lejos de alguién así. Y digámoslo en seguida: para adoptar su manera de ser, sus gestos inconfundibles, habría que ser él, don Luis Orione… es decir, algo único, providencial y, sobre todo, imprevisible. Sí, también imprevisible, porque quizá nunca lo imprevisible hizo tan buenas migas con la santidad como en este hombre. Mejor dicho, eran una única cosa.Por lo demás, toda su larga vida, desde el 23 de junio de 1872 hasta el 12 de marzo de 1940, estuvo caracterizada por lo inesperado: un amor abierto de historias imprevistas, circunstancias y grandes obras, una mezcla continua y sorprendente de pontífices y maleantes, hombres de Estado y pobres miserables, ermitaños, políticos y desheredados, literatos, huérfanos, santos. Ni siquiera el escritor más hábil lograría contarlo todo contemporáneamente. Debería seguirle por un camino y, en un momento determinado, volver atrás para tomar el otro y luego otro. Mientas que nuestro protagonista los recorre todos juntos, sin preocuparse de saber adónde van a parar. Con él la pluma llega siempre tarde y la página se queda corta, siempre hay algo que se queda fuera. Y no son solamente fragmentos. Es una vida que se desborda continuamente y que lo ve como «mozo de cuerda de la Providencia» abriendo puertas de par en par, dejándose provocar por la realidad, leyendo y anticipando los tiempos con formidable intuición. Muchos trataron de meterlo en cintura. Se tuvieron que rendir al “loco de Dios”. «Una de las personalidades más originales y eminentes del siglo XX». El escritor Douglas Hyde, ateo convertido, en su conocida biografía lo define «el bandido de Dios» y «genio de la caridad» sobre todo porque hizo obras maestras sin darse cuenta. Lo que es seguro es que este cura bajito, que «tenía el temple y el corazón del apóstol Pablo, impulsivo y tenaz, tierno y sensible hasta las lágrimas, infatigable y valiente hasta la osadía», tuvo el don de iluminar a hombres sin fe. Alguien ha dicho que incluso lograba conmover y hacer llorar a los curas. Al parecer es algo bastante difícil. También este milagro acompañaba la predicación de don Orione. No nos queda, pues, más que intentar seguirle por los caminos de lo imprevisto y pedir que salga a nuestro encuentro, acercarnos y dejarnos confortar por el calor de su caridad.
En la foto:Don Orione con Umberto Terenzi (el primero de la izquierda) en el santuario romano del Divino Amor; debajo, con el cardenal Ildefonso Schuster durante la ceremonia de colocación de la primera piedra de los nuevos pabellones del Pequeño Cottolengo milanés, en septiembre de 1938

Como el encanto de un viento ligero Había superado de manera brillante los exámenes de cuarto de bachillerato en el oratorio de Valdocco. Y a finales de junio se presentó puntual a los ejercicios que se hacían antes de la solicitud de admisión en el noviciado. Pero al final de esos días, de improviso, abandonó la familia salesiana. Se quedaron todos atónitos: superiores y compañeros. Era inútil pedirle explicaciones al interesado, no las daba. El hecho es que ni él mismo sabía qué decir. Era algo que no lograba explicarse. Lo que sabía con seguridad es que tenía que salir. Confesará: «Yo, que nunca había tenido ninguna duda sobre mi vocación de hacerme salesiano, en aquellos días comencé a pensar en entrar en el seminario de la diócesis». El 16 de octubre de 1889 Luis Orione entra en el seminario diocesano de Tortona. Y en seguida, este clérigo tan obediente como vivaz, es notado por sus dotes, y por el enjambre de muchachos que están siempre a su alrededor. Entre sus compañeros de seminario unos le toman el pelo, otros lo consideran «un poco raro», «un poco loco», y cuando el 16 de septiembre de 1893 el obispo lo ve llegar muy temprano a su residencia, la impresión que tiene es que ha perdido ese «poco» y le queda sólo el «loco». El clérigo le cuenta que hay unos quince muchachos pobres que están dispuestos a entrar en un pequeño colegio para ellos… «Un día pueden ser buenos sacerdotes…», dice. El obispo escucha perplejo, luego con paciencia trata de hacerle comprender que le parece algo que está en el aire, y que desde luego no se puede realizar así, deprisa y corriendo… Pero Luis, decidido, resuelve la cuestión: «Tengo fe en la divina Providencia». El obispo empieza a perder la paciencia: «En fin, ¿qué quieres de mí?». «Nada, excelencia, solamente su aprobación y su bendición», le responde. «Si es así te doy la una y la otra», ataja el obispo, convencido de haber puesto fin al tema para siempre y de haberse quitado de encima al joven. En cambio, la Providencia se puso manos a la obra. La voz corrió por los valles del Curone, del Staffora, del Borbera. El pequeño colegio abrió el 15 de octubre de 1893 en el barrio bajo de San Bernardino, en Tortona. No cabe duda de que fue el núcleo originario de la Pequeña Obra. Luis Orione tenía solo 21 años. El 13 de abril de 1895 fue ordenado sacerdote y, ese mismo día, seis de sus muchachos recibieron el hábito clerical. Comienza la aventura. Desde aquel momento, encuentros, casas, colegios, orfanatos, colonias agrícolas, eremitorios e institutos, nacen sin avisar. Claro que detrás están los ojos de la Providencia. Que en su caso lo es todo: “programa” y “objetivo específico” de la Obra. Pero también los suyos, los ojos de un inexorable francotirador de la misericordia de Dios. «Era difícil evitar su mirada, una vez que te clavaba los ojos no la olvidabas nunca. Te quedaba dentro como el encanto de un viento ligero…», escribe Ignazio Silone, hablando de él, y no es más que uno de los muchos dispuestos a confirmarlo. Basta seguir los testimonios, los itinerarios escondidos de muchos que le conocieron por los caminos abiertos e impracticables de su apostolado. Y de esos personajes, algunos ilustres, que estando a las puertas de la muerte no querían curas, pero aceptaban a ese “raro cura”. «Almas, almas… Si el Señor me permitiese ir al infierno, en un hálito de amor quisiera sacarlas también de allí». «Almas, almas» es el deseo que le hace suplicar: «Ponme, oh Señor, ponme a la puerta del infierno para que yo con tu misericordia la cierre». Lo había pedido como gracia el día de su ordenación. «Le he pedido a la Virgen una gracia especial: que todos los que de alguna manera tengan que relacionarse conmigo se salven…». Fuente: stefanía Falasca, en 4 partes

No hay comentarios:

Publicar un comentario