23/12/2015) Ciudad del Vaticano - Dirigiéndose a los
queridos hermanos y hermanas presentes en la Sala Clementina del Palacio
Apostólico del Vaticano, el Pontífice pidió disculpas por no poder hablarles
estando de pie, puesto que “desde hace algunos días – les dijo – estoy con
gripe y no me siento muy fuerte”. De modo que “con su permiso – añadió el Santo
Padre – les hablo sentado”.
El Papa Francisco manifestó su alegría por encontrarse con
todos ellos para intercambiar las felicitaciones navideñas y por un feliz Año
Nuevo, que extendió también a todos los colaboradores, a los Representantes
Pontificios y, de modo particular, a
quienes durante el año pasado, han concluido su servicio al alcanzar los
límites de edad. Francisco también recordó a las personas que han sido llamadas
a la presencia de Dios, a la vez que reiteró a todos ellos y a sus familiares
su saludo y gratitud.
Tras recordar que en su primer encuentro con ellos, en 2013,
quiso poner de relieve dos aspectos importantes e inseparables del trabajo de
la Curia: la profesionalidad y el servicio; mientras el año pasado, afrontó
algunas tentaciones, mediante el “catálogo de los males curiales” que podrían
afectar a todo cristiano, curia, comunidad, congregación, parroquia y
movimiento eclesial, el Papa Francisco afirmó que “algunos de esos males se han
manifestado a lo largo de este año, provocando mucho dolor a todo el cuerpo e
hiriendo a muchas almas”.
De ahí la necesidad de afirmar que esto ha sido, y lo será
siempre, objeto de sincera reflexión y decisivas medidas, puesto que la reforma
seguirá adelante con determinación, lucidez y resolución.
Sin embargo – prosiguió el Pontífice – los males y hasta los
escándalos no podrán ocultar la eficiencia de los servicios que la Curia
Romana, con esfuerzo, responsabilidad, diligencia y dedicación, ofrece al Papa
y a toda la Iglesia, lo que representa un verdadero consuelo. Y añadió: “Sería
una gran injusticia no manifestar un profundo agradecimiento y un necesario
aliento a todas las personas íntegras y honestas que trabajan con dedicación,
devoción, fidelidad y profesionalidad, ofreciendo a la Iglesia y al Sucesor de
Pedro el consuelo de su solidaridad y obediencia, como también su generosa
oración”.
El Santo Padre también ofreció una lista – explicada – desde el análisis acróstico de la palabra
“misericordia”, como guía y faro, invitando asimismo a los responsables de los
Dicasterios y a los superiores a que la profundicen, enriquezcan y completen. A
saber: “Misionariedad y pastoralidad”; “Idoneidad y sagacidad”; “Espiritualidad
y humanidad”; “Ejemplaridad y fidelidad”; “Racionalidad y amabilidad”; “Inocuidad
y determinación”; “Caridad y verdad”; “Honestidad y madurez”; “Respeto y
humildad”; “Dadivosidad y atención”; “Impavidez y prontitud” y “Atendibilidad y
sobriedad”.
Hacia el final de su alocución el Pontífice afirmó que “la
misericordia no es un sentimiento pasajero”, sino la síntesis de la Buena
Noticia; es la opción de los que quieren tener los sentimientos del Corazón de
Jesús, de quien quiere seriamente seguir
al Señor”.
Queridos hermanos y hermanas
Les pido
perdón por no hablar en pie, pero desde hace algunos días tengo gripe y no me
siento muy fuerte. Con su permiso, les hablo sentado.
Me complace
expresarles los mejores deseos de Feliz Navidad y de próspero año nuevo, que
hago extensivo también a todos los colaboradores, los Representantes
Pontificios y de modo particular a aquellos que, durante el año pasado, han
concluido su servicio al alcanzar los límites de edad. Recordamos también a las
personas que han sido llamadas a la presencia de Dios. Para todos ustedes y sus
familiares, mi saludo y mi gratitud.
En mi primer
encuentro con ustedes, en 2013, quise poner de relieve dos aspectos importantes
e inseparables del trabajo de la Curia: la profesionalidad y el servicio,
indicando a San José como modelo a imitar. El año pasado, en cambio, para
prepararnos al sacramento de la Reconciliación, afrontamos algunas tentaciones,
males —el «catálogo de los males curiales»: hoy debería hablar de los
antibióticos curiales…— que podrían afectar a todo cristiano, curia, comunidad,
congregación, parroquia y movimiento eclesial: estas tentaciones, estas
enfermedades. Males que exigen prevención, vigilancia, cuidado y en algunos
casos, por desgracia, intervenciones dolorosas y prolongadas.
Algunos de
esos males se han manifestado a lo largo de este año, provocando mucho dolor a
todo el cuerpo e hiriendo a muchas almas. También con el escándalo.
Es necesario
afirmar que esto ha sido —y lo será siempre— objeto de sincera reflexión y
decisivas medidas. La reforma seguirá adelante con determinación, lucidez y
resolución, porque Ecclesia semper reformanda.
Sin embargo,
los males y hasta los escándalos no podrán ocultar la eficiencia de los
servicios que la Curia Romana, con esfuerzo, responsabilidad, diligencia y
dedicación, ofrece al Papa y a toda la Iglesia, y esto es un verdadero
consuelo. San Ignacio enseñaba que «es propio del mal espíritu morder (con
escrúpulos), entristecer y poner obstáculos, inquietando con falsas razones
para que no pase adelante; y propio del buen espíritu es dar ánimo y fuerzas,
dar consolaciones, lágrimas, inspiraciones y quietud, facilitando y quitando
todos los impedimentos, para que siga adelante en el bien obrar».
Sería una gran injusticia no manifestar un
profundo agradecimiento y un necesario aliento a todas las personas íntegras y
honestas que trabajan con dedicación, devoción, fidelidad y profesionalidad,
ofreciendo a la Iglesia y al Sucesor de Pedro el consuelo de su solidaridad y
obediencia, como también su generosa oración.
Es más, las
resistencias, las fatigas y las caídas de las personas y de los ministros
representan también lecciones y ocasiones de crecimiento y nunca de
abatimiento. Son oportunidades para volver a lo esencial, que significa tener
en cuenta la conciencia que tenemos de nosotros mismos, de Dios, del prójimo,
del sensus Ecclesiae y del sensus fidei.
Quisiera
hablarles hoy de este volver a lo esencial, cuando estamos iniciando la
peregrinación del Año Santo de la Misericordia, abierto por la Iglesia hace
pocos días, y que representa para ella y para todos nosotros una fuerte llamada
a la gratitud, a la conversión, a la renovación, a la penitencia y a la
reconciliación.
En realidad,
la Navidad es la fiesta de la infinita Misericordia de Dios, como dice san
Agustín de Hipona: «¿Pudo haber mayor misericordia para los desdichados que la
que hizo bajar del cielo al creador del cielo y revistió de un cuerpo terreno al
creador de la tierra? Esa misericordia hizo igual a nosotros por la mortalidad
al que desde la eternidad permanece igual al Padre; otorgó forma de siervo al
señor del mundo, de modo que el pan mismo sintió hambre, la saciedad sed, la
fortaleza se volvió débil, la salud fue herida y la vida murió. Y todo ello
para saciar nuestra hambre, regar nuestra sequedad, consolar nuestra debilidad,
extinguir la iniquidad e inflamar la caridad». Hasta aquí, San Agustín.
Por tanto, en
el contexto de este Año de la Misericordia y de la preparación para la Navidad,
ya tan inminente, deseo presentarles un subsidio práctico para poder vivir
fructuosamente este tiempo de gracia. No se trata de un exhaustivo “catálogo de
las virtudes necesarias” para quien presta servicio en la Curia y para todos
aquellos que quieren hacer fértil su consagración o su servicio a la Iglesia.
Invito a los
responsables de los Dicasterios y a los superiores a profundizarlo, a enriquecerlo
y completarlo. Es una lista que inicia desde el análisis acróstico de la
palabra «misericordia» -padre Ricci en China hacía esto-, para que esta sea
nuestra guía y nuestro faro.
1. Misionariedad
y pastoralidad. La misionariedad es lo que hace y muestra a la curia fértil y
fecunda; es prueba de la eficacia, la capacidad y la autenticidad de nuestro
obrar. La fe es un don, pero la medida de nuestra fe se demuestra también por
nuestra aptitud para comunicarla. Todo bautizado es misionero de la Buena
Noticia ante todo con su vida, su trabajo y con su gozoso y convencido
testimonio. La pastoralidad sana es una virtud indispensable de modo especial
para cada sacerdote. Es la búsqueda cotidiana de seguir al Buen Pastor que
cuida de sus ovejas y da su vida para salvar la vida de los demás. Es la medida
de nuestra actividad curial y sacerdotal. Sin estas dos alas nunca podremos
volar ni tampoco alcanzar la bienaventuranza del «siervo fiel» (Mt 25,14-30).
2. Idoneidad y
sagacidad. La idoneidad necesita el esfuerzo personal de adquirir los
requisitos necesarios y exigidos para realizar del mejor modo las propias
tareas y actividades, con la inteligencia y la intuición. Esta es contraria a
las recomendaciones y los sobornos. La sagacidad es la prontitud de mente para
comprender y para afrontar las situaciones con sabiduría y creatividad.
Idoneidad y sagacidad representan además la respuesta humana a la gracia
divina, cuando cada uno de nosotros sigue aquel famoso dicho: «Hacer todo como
si Dios no existiese y, después, dejar todo a Dios como si yo no existiese». Es
la actitud del discípulo que se dirige al Señor todos los días con estas
palabras de la bellísima Oración Universal atribuida al papa Clemente XI:
«Guíame con tu sabiduría, sostenme con tu justicia, consuélame con tu
clemencia, protégeme con tu poder. Te ofrezco, Dios mío, mis pensamientos para
pensar en ti, mis palabras para hablar de ti, mis obras para actuar según tu
voluntad, mis sufrimientos para padecerlos por ti».
3. Espiritualidad
y humanidad. La espiritualidad es la columna vertebral de cualquier servicio en
la Iglesia y en la vida cristiana. Esta alimenta todo nuestro obrar, lo corrige
y lo protege de la fragilidad humana y de las tentaciones cotidianas. La
humanidad es aquello que encarna la autenticidad de nuestra fe. Quien renuncia
a su humanidad, renuncia a todo. La humanidad nos hace diferentes de las
máquinas y los robots, que no sienten y no se conmueven. Cuando nos resulta
difícil llorar seriamente o reír apasionadamente, -son dos signos ¿eh?-
entonces ha iniciado nuestro deterioro y nuestro proceso de transformación de
«hombres» a algo diferente. La humanidad es saber mostrar ternura, familiaridad
y cortesía con todos (cf. Flp 4,5). Espiritualidad y humanidad, aun siendo cualidades
innatas, son sin embargo potencialidades que se han de desarrollar
integralmente, alcanzar continuamente y demostrar cotidianamente.
4. Ejemplaridad y
fidelidad. El beato Pablo VI recordó a la Curia «su vocación a la
ejemplaridad», en el ’63. Ejemplaridad para evitar los escándalos que hieren
las almas y amenazan la credibilidad de nuestro testimonio. Fidelidad a nuestra
consagración, a nuestra vocación, recordando siempre las palabras de Cristo:
«El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en
lo poco, también en lo mucho es injusto» (Lc 16,10) y «quien escandalice a uno
de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de
molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los
escándalos! Es inevitable que sucedan escándalos, ¡pero ay del hombre por el
que viene el escándalo!» (Mt 18,6-7).
5. Racionalidad y
amabilidad: la racionalidad sirve para evitar los excesos emotivos, y la
amabilidad para evitar los excesos de la burocracia, las programaciones y las
planificaciones. Son dotes necesarias para el equilibrio de la personalidad:
«El enemigo y –cito a San Ignacio otra vez, perdónenme…- el enemigo mira mucho
si un alma es ancha o delicada de conciencia, y si es delicada procura afinarla
más, pero ya extremosamente, para turbarla más y arruinarla». Todo exceso es
indicio de algún desequilibrio. Cada exceso es índice de algún desequilibrio,
sea el exceso de racionalidad, sea en la amabilidad.
6. Inocuidad y
determinación. La inocuidad, que nos hace cautos en el juicio, capaces de
abstenernos de acciones impulsivas y apresuradas, es la capacidad de sacar lo
mejor de nosotros mismos, de los demás y de las situaciones, actuando con
atención y comprensión. Es hacer a los demás lo que queremos que ellos hagan
con nosotros (cf. Mt 7,12; Lc 6,31). La determinación es la capacidad de actuar
con voluntad decidida, visión clara y obediencia a Dios, y sólo por la suprema
ley de la salus animarum (cf. CIC can. 1725).
7. Caridad y
verdad. Dos virtudes inseparables de la existencia cristiana: «realizar la
verdad en la caridad y vivir la caridad en la verdad» (cf. Ef 4,15). Hasta el
punto en que la caridad sin la verdad se convierte en la ideología del bonachón
destructivo, y la verdad sin la caridad, en el afán ciego de judicializarlo
todo.
8. Honestidad y
madurez. La honestidad es la rectitud, la coherencia y el actuar con sinceridad
absoluta con nosotros mismos y con Dios. La persona honesta no actúa con
rectitud solamente bajo la mirada del vigilante o del superior; no tiene miedo
de ser sorprendido porque nunca engaña a quien confía en él. El honesto no es
prepotente con las personas ni con las cosas que le han sido confiadas para
administrarlas, como hace el «siervo malvado» (Mt 24,48). La honestidad es la
base sobre la que se apoyan todas las demás cualidades. La madurez es el
esfuerzo para alcanzar una armonía entre nuestras capacidades físicas,
psíquicas y espirituales. Es la meta y el resultado de un proceso de desarrollo
que no termina nunca y que no depende de la edad que tengamos.
9. Respetuosidad
y humildad. La respetuosidad es una cualidad de las almas nobles y delicadas,
de las personas que tratan siempre de demostrar respeto auténtico hacia los
otros, a la propia misión, a los superiores y a los subordinados, a las
prácticas, a los documentos, al secreto y a la discreción; es la capacidad de
saber escuchar atentamente y hablar educadamente. La humildad, en cambio, es la
virtud de los santos y de las personas llenas de Dios, que cuanto más crecen en
importancia, más aumenta en ellas la conciencia de su nulidad y de no poder
hacer nada sin la gracia de Dios (cf. Jn 15,8).
10. Dadivosidad
-tengo el vicio de los neologismos ¿eh?- Dadivosidad y atención. Seremos mucho más dadivosos de
alma y más generosos en dar, cuanta más confianza tengamos en Dios y en su
providencia, conscientes de que cuanto más damos, más recibimos. En realidad,
sería inútil abrir todas las puertas santas de todas las basílicas del mundo si
la puerta de nuestro corazón permanece cerrada al amor, si nuestras manos no
son capaces de dar, si nuestras casas se cierran a la hospitalidad y nuestras
iglesias a la acogida. La atención consiste en cuidar los detalles y ofrecer lo
mejor de nosotros mismos, y también en no bajar nunca la guardia sobre nuestros
vicios y carencias. Así rezaba san Vicente de Paúl: «Señor, ayúdame a darme
cuenta de inmediato de quienes tengo a mi lado, de quienes están preocupados y
desorientados, de quienes sufren sin demostrarlo, de quienes se sienten
aislados sin quererlo».
11. Impavidez y prontitud. Ser impávido significa no dejarse
intimidar por las dificultades, como Daniel en el foso de los leones o David
frente a Goliat; significa actuar con audacia y determinación; sin tibieza
«como un buen soldado» (cf. 2 Tm 2,3-4); significa ser capaz de dar el primer
paso sin titubeos, como Abraham y como María. La prontitud, en cambio, consiste
en saber actuar con libertad y agilidad, sin apegarse a las efímeras cosas materiales.
Dice el salmo: «Aunque crezcan vuestras riquezas, no les deis el corazón» (Sal
61,11). Estar listos quiere decir estar siempre en marcha, sin sobrecargarse
acumulando cosas inútiles y encerrándose en los propios proyectos, y sin
dejarse dominar por la ambición.
12. Y finalmente,
atendibilidad y sobriedad. El atendible es quien sabe mantener los compromisos
con seriedad y fiabilidad cuando se cumplen, pero sobre todo cuando se
encuentra solo; es aquel que irradia a su alrededor una sensación de
tranquilidad, porque nunca traiciona la confianza que se ha puesto en él. La
sobriedad —la última virtud de esta lista, aunque no por importancia— es la
capacidad de renunciar a lo superfluo y resistir a la lógica consumista
dominante. La sobriedad es prudencia, sencillez, esencialidad, equilibrio y
moderación. La sobriedad es mirar el mundo con los ojos de Dios y con la mirada
de los pobres y desde la parte de los pobres. La sobriedad es un estilo de vida
que indica el primado del otro como principio jerárquico, y expresa la
existencia como la atención y servicio a los demás. Quien es sobrio es una
persona coherente y esencial en todo, porque sabe reducir, recuperar, reciclar,
reparar y vivir con un sentido de la proporción.
Queridos hermanos, la misericordia no es un sentimiento
pasajero, sino la síntesis de la Buena Noticia; es la opción de los que quieren
tener los sentimientos del Corazón de Jesús, de quien quiere seriamente seguir
al Señor, que nos pide: «Sean misericordiosos como su Padre» (Mt 5,48; Lc
6,36). El Padre Hermes Ronchi dice: «Misericordia: escándalo para la justicia,
locura para la inteligencia, consuelo para nosotros, los deudores. La deuda de
existir, la deuda de ser amados, sólo se paga con la misericordia».
Así pues, que sea la misericordia la que guíe nuestros
pasos, la que inspire nuestras reformas, la que ilumine nuestras decisiones.
Que sea el soporte maestro de nuestro trabajo. Que sea la que nos enseñe cuándo
hemos de ir adelante y cuándo debemos dar un paso atrás. Que sea la que nos
haga ver la pequeñez de nuestros actos en el gran plan de salvación de Dios y
en la majestuosidad y el misterio de su obra.
Para ayudarnos a entender esto, dejémonos asombrar por la
bella oración, comúnmente atribuida al beato Oscar Arnulfo Romero, pero que fue
pronunciada por primera vez por el Cardenal John Dearden:
De vez en cuando, dar un paso atrás nos ayuda a tomar una
perspectiva mejor. El Reino no sólo está más allá de nuestros esfuerzos, sino
incluso más allá de nuestra visión. Durante nuestra vida, sólo realizamos una
minúscula parte de esa magnífica empresa que es la obra de Dios.
Nada de lo que hacemos está acabado, lo que significa que el
Reino está siempre ante nosotros. Ninguna declaración dice todo lo que podría
decirse. Ninguna oración puede expresar plenamente nuestra fe. Ninguna
confesión trae la perfección, ninguna visita pastoral trae la integridad.
Ningún programa realiza la misión de la Iglesia. En ningún esquema de metas y
objetivos se incluye todo.
No podemos hacerlo todo y, al darnos cuenta de ello,
sentimos una cierta liberación. Ella nos capacita a hacer algo, y a hacerlo muy
bien. Puede que sea incompleto, pero es un principio, un paso en el camino, una
ocasión para que entre la gracia del Señor y haga el resto.
Es posible que no veamos nunca los resultados finales, pero
esa es la diferencia entre el jefe de obras y el albañil. Somos albañiles, no
jefes de obra, ministros, no el Mesías. Somos profetas de un futuro que no es
nuestro. Y con estos pensamientos, con estos sentimientos, les deseo una buena
y santa Navidad y les pido que recen por mí. Gracias.
Fuente: News.va