Me es grato recordar aquí que los primeros votos
canónicos los hice el 12 de abril de 1903, en la gozosa solemnidad de Pascua, aniversario de mi primera
Misa, en la capilla del palacio episcopal de Tortona, en manos de nuestro
venerado Obispo, Mons. Igino Bandi.
Un año después, viernes 12 de abril de 1904 los renové en Roma, en la basílica de
San Pedro, en el altar de la Confesión, abajo, en la cripta, sobre la tumba del
Apóstol Pedro, siempre en manos de nuestro Excmo. Obispo de Tortona, en ocasión
de una visita suya “ad limina Apostolorum”. Y fueron renovados allá por el fin
propio del Instituto.
La tercera vez los hice de nuevo en Tortona, siempre
en manos de nuestro venerado Obispo, en un lugar algo diferente de la
espléndida basílica de San Pedro: en la desnuda y escuálida capilla de la
cárcel, en presencia de los pobres prisioneros, cuando S. E. el Obispo fue a
llevar la comunión pascual a los presos. Pedí hacerlos en ese lugar de dolor y de
infelicidad, porque para mí era un lugar muy querido a donde iba cuando era clérigo,
con la ayuda de Dios, junto con el canónigo Ratti, y donde la bondad del Señor
me había concedido singulares misericordias.
La Pequeña Obra nació a los pies de Jesús
Sacramentado, de la Virgen Ssma. y del Obispo y, de algún modo, entre aquella
casa de dolor y de miserias morales y el hospital de Tortona. Y el Señor, desde
hace varios años, me da el dulce consuelo de que un sacerdote nuestro tenga a
su cargo el cuidado espiritual de una y otra casa de dolor.
Pero más aún quise renovar allí los santos votos
porque entendía así darme totalmente, con plena libertad y como atado de pies y
manos, mente, corazón y voluntad, como verdadero y dulce prisionero de amor, en
las manos de la Santa Iglesia; entendía estar vivo y muerto, atado a los pies
de la Iglesia, a la voluntad y deseos de la Iglesia; y por divina gracia, lo
mismo que entendía también para todos vosotros, queridos hijos en el Señor, y
para el Instituto de la Divina
Providencia; de otro modo, ¡que éste no exista!
* * *
Antes de salir de la Audiencia, agradecí a Su Santidad
con toda el alma y le afirmé que, con la ayuda del Señor, siempre rezaríamos
por él y por la Santa Iglesia, que estaríamos siempre con él. Le pedí una gran
bendición, grande como es grande su corazón, como es el corazón de Dios, no
sólo para mí, sino también para todos vosotros, sacerdotes, ermitaños, clérigos
y coadjutores; para vosotros, queridos y pequeños trabajadores de nuestras
Colonias agrícolas; para vosotros, mis siempre inolvidables y queridísimos ex
alumnos de todas las Casas. Y el Papa bendijo a todos, con gran ternura.
Debo confesaros que entonces el S. Padre se adelantó y
me sacó casi las palabras de la boca, acordándose de vosotros, mis benefactores
y piadosas y generosas benefactoras nuestras. Me dijo que les llevara su bendición,
y os puedo asegurar que se dignó detenerse hablando de vosotros y de todos los nuestros
con particularísima benevolencia. Con suave efusión bendijo todas las obras
emprendidas por nosotros y a todas las familias nuestras y vuestras.
Por lo tanto, comunico a todos la más amplia y
consoladora Bendición Apostólica, exhortándoos a rezar fervientemente por el
Vicario de Jesucristo y por su preciosa conservación. El S. Padre Pío X será
siempre nuestro sumo Benefactor.
Quise besarle el sagrado pie y la mano por mí y por
vosotros, y con ese acto renové en mi corazón por mí y por todos los de la
Providencia, nuestro gran juramento de fidelidad al Papa, de adhesión al Papa,
de estar, con la ayuda del Señor, siempre a los pies del Papa, pequeños y
humildes; de escucharlo, como si hablase Dios; de seguirlo siempre, como
debemos seguir cada día a Dios; de defender hasta la muerte la libertad, la
independencia plena y efectiva de la S. Iglesia de Dios: todos sus derechos,
sus Obispos y su Jefe visible, el Padre de nuestra Fe y de nuestras almas, ¡el
Papa!
Y cuando levanté la cabeza de la mano del S. Padre,
ésta tal vez le quedó mojada por alguna lágrima suave y dulcísima. Así, con el
alma desbordante de gozo espiritual y recitando más de un Te Deum, bajé y
cuando salí del Vaticano fui a San Pedro a cantar himnos y acciones de gracia a
la infinita
misericordia del Señor. Haec dies quam fecit Dominus:
exultemus et laetemur inea!
Me parecía que también nuestros queridísimos e
inolvidables hermanos
–consumados de amor dulcísimo por el Papa, por la
Madre Iglesia y por las almas en esta Obra de la Divina Providencia y que nos
han precedido, como pequeños corderos de Dios, en la Patria celestial, donde
esperaremos que estén– estaban allá a mi alrededor, alrededor de la tumba de S.
Pedro, exultando junto con su pobre padre. Y que estaban sus ángeles y sus
santos con vuestros ángeles y vuestros santos, queridos hijos míos. Y que los
dos testigos angelicales estaban allá con los ángeles de todos nuestros
huérfanos y alumnos.
Y que todos los santos y beatos protectores nuestros,
de las Casas y de la Congregación, y la misma Bienaventurada Madre de la Divina
Providencia se habían dignado bajar con el coro de las santas vírgenes y
mártires para glorificar al Señor.
¿Qué será entonces el Paraíso?
* * *
¡Ah! ¡Que el recuerdo de nuestro S. Padre Pío X sea
bendecido por todos los pequeños hijos de la Divina Providencia! ¡Que sea
bendecido de generación en generación! ¡Que todos se reflejen en él, admirable
por virtud y por prudencia y por la sabiduría de su gobierno! Su fuerza apostólica
singularmente grande será el terror y la confusión de los enemigos externos e
internos de la Iglesia de Roma; y su fe divina e inquebrantable, porque es la
fe de Pedro, será el con[1]suelo
de los verdaderos hijos de la Iglesia y la Salvaguardia de la sociedad civil.
La simplicidad y la caridad de este humildísimo y gran
Papa, su generosidad ante todas las desventuras, su piedad profunda y su
devoción a la Ssma. Eucaristía, la vida pastoral y la perfección a las que
quiso educar el alma del clero secular y regular, su obra en pro de la disciplina
eclesiástica es solicitud iluminada, es fuego ardiente de divino amor.
La Providencia lo ha suscitado a él –Papa del clero–
para restaurar todas las cosas en Cristo. Por este amor, por esta atención
cotidiana hacia el clero, su nombre será grande en la tierra y tendrá una
corona más grande aún en el cielo.
Y su acción dirigida a Dios y a las almas, acción
firme y pacífica, modesta y potente, difunde ya un mayor espíritu de fe y da a los
pueblos una vida cristiana más intensa y más práctica.
¡Que no suceda nunca que seamos hombres de fe
lánguida! Tenemos al Papa y a la Providencia Divina que sabe sacar siempre de
cada mal grandísimos bienes religiosos y sociales. Y hoy mismo, cuando todos
estamos afligidos por las dolorosísimas condiciones en que están la Iglesia y
su Vicario, el Celestial Agricultor ya difunde las semillas de una mies de triunfos,
destinadas a fructificar en las horas de las divinas misericordias.
Hijos míos, en estas circunstancias me parece que
tengo que abriros el corazón y deciros que veo que llega para la Iglesia la
hora de las pruebas extremas. La secta no retrocederá ni se detendrá, no, no
nos engañemos. ¡Humillémonos, en cambio, bajo la mano de Dios, besémosla y
bendigámosla, porque mortifica y vivifica, deducit ad inferos et reducit!
Pero sean cuales fueren las extremas pruebas que el
poder de las tinieblas, que domina ahora en el mundo, se apronta a tentar especialmente
contra el Vicario de Cristo para hacer el vacío a su alrededor, confiemos en el
Señor que los poderes del infierno non praevalebunt. “Est Deus in Israel: que
nada te turbe”, exclamaba el venerable Don Bosco, en otros terribles momentos
para la Iglesia.
Sí, queridos hijos, el Señor Jesús está con su
Iglesia, anima su Iglesia y no abandonará a su Santo Vicario en las manos de
sus enemigos; Jesús nada ama más que la libertad de su Iglesia y de su Vicario.
Pero ha llegado la hora de que todos tomen posición clara: o con el Papa en
todo o contra el Papa. Estrechémonos humilde y fuertemente a su alrededor, como
firme baluarte del reino de Cristo. Debemos estar decididos a dar el corazón,
la mente, el alma, la vida y todo con tal de liberar a la Iglesia y a su Jefe,
el Papa, y de defender su libertad.
La verdad y la Infalibilidad, encerradas en un solo
hombre, el Vicario de Jesucristo, no pueden ser esclavas ni estar en poder,
aunque sea sólo aparentemente, de ninguna potestad humana. ¡Ay del día en que
esto sucediera! Sería un día de incalculable perturbación para la cristiandad y
a la vez de amenaza para la unidad misma de la Iglesia.
¡A esto se dirigió siempre la secta! Pero el día de
Dios, el poder de Dios nunca está tan cerca como cuando los enemigos de la
Iglesia se ríen de ella porque no la ven, porque no le creen o la piensan tan
lejana como si no existiera. Entonces Dominus prope est!
Por lo demás, el que tenga Fe que no tenga apuro, dice
el profeta Isaías:
Qui crediderit, non festinet. Nuestro sentimiento, que
es ciego y está acostum[1]brado
a actuar con la rapidez propia de los instintos, está impaciente por ver el final
que van a parar los acontecimientos y se hastía ante toda demora, y los más
débiles fluctúan en la duda o ceden.
No nos dejemos vencer por la ansiedad, hijos míos, y
no dudemos jamás, pase lo que pase, de la fidelidad de las divinas promesas. La
providencia de Dios, que alimenta a los pájaros del aire y viste los lirios del
campo, proveerá a la Iglesia: la Providencia de Dios, que desde el centro de la
eternidad domina los siglos, no puede temer que le falte el tiempo para cumplir
los designios del Altísimo y el triunfo de la Iglesia.
Descansemos el corazón abandonándolo en sus brazos y
trabajemos y recemos, y recemos y trabajemos, esperando ese tiempo, que no
sabemos cuándo pero que ciertamente llegará, porque el que finalmente vence es
siempre Dios.
* * *
Pero es necesario, queridos míos, que nos afirmemos
bien en las enseñanzas del Señor, que nos viene con seguridad del Sumo
Pontífice, de las Sagradas Congregaciones de Roma y de los Obispos, y que
especialmente hoy nos cuidemos de los enemigos internos, sembradores de cizaña
y abogados de la muerte más que de la verdad. Hijos de la Providencia,
dejémonos gobernar por la Providencia, pero por medio de la Iglesia que nos ha
dado Dios, y estemos perinde ac cadaver en sus manos. Dejémonos guiar, llevar,
manejar adonde sea y como sea por la Sede Apostólica: éste es el espíritu y la
mente de la pequeña Congregación. Supliquemos cada día a Dios que no permita
que nuestra Congregación se vea invadida por las máximas que trastornan tantas
cabezas, por el espíritu funesto
de novedad, de insubordinación, de soberbia en el
pensar, hablar y actuar con el que se pretende desmentir a los doctores más
estimados y venerados por los católicos, se trata de desacreditarlos y casi se
los compadece, y se llega hasta atentar contra la divina constitución de la
Iglesia y a arrancar, si es posible, las raíces mismas de nuestra fe.
Seamos sordos cuando alguien nos habla haciendo caso
omiso del Papa o no explícitamente en favor del Papa y de la sana y exacta
doctrina de la Iglesia; éstos no son la plantación del Padre celestial, sino
brotes malignos de herejía, que fruto mortífero.
Quienes no son un solo corazón con los Obispos y con
el Sucesor de S. Pedro, son, para mí, columnas sepulcrales y tumbas de muertos,
sobre las cuales están grabados solamente los nombres de los hombres vanos que
con hipocresía llevan el nombre de católicos. Como en realidad no participan en
el cáliz de la Madre Iglesia del Vicario de Cristo y así están afectados por
una enfermedad difícilmente curable, hay que temer mucho que mueran en la impenitencia
y no participen en la resurrección de la vida eterna del alma y del cuerpo en
la incorruptibilidad del Espíritu Santo, porque son los corruptores de la fe pura
por la cual Jesucristo fue crucificado, y trabajan con mucha astucia contrala
S. Iglesia de Roma, Madre y Maestra de todas las Iglesias, en la cual reside la
plenitud de la autoridad fundada sobre la tierra por Nuestro Señor Jesucristo.
Hijos y Amigos míos en el Señor: amemos a la S.
Iglesia, amemos al Papa y a los Obispos apasionadamente. Nacidos en estos
últimos tiempos, tiempos de nuevos peligros, no cesemos nunca, nunca, nunca de
dar al mundo ejemplos luminosos de entrañable afecto, de humildad, de
obediencia total, de caridad hacia la Iglesia y hacia el Papa. Tengamos
presente la augusta pobreza a la que ha sido reducida la Sede Apostólica, las
catacumbas morales que se van preparando a la Iglesia Madre de Roma y al Papa;
y tengámonos por muy honrados si nos es dado hacer o padecer algo por la santa
causa de la Iglesia y del Papa, que es la causa de Dios. Amemos a la S. Iglesia
con toda nuestra mente, teniendo siempre como nuestras todas las doctrinas
suyas y de su Jefe visible, el Romano Pontífice. Amémosla con todo nuestro
corazón, como un buen hijo ama a una madre y una Madre tal como es la Iglesia;
como un buen hijo ama a un padre y un Padre tal
como es el S. Padre.
* * *
¡El Papa! Este es nuestro credo y el único credo de
nuestra vida y de nuestro Instituto.
El Apóstol Pablo, en la primera carta a los corintios
dice que sea anatema quien no ama a Jesucristo; pero también lo será, hijos
míos, quien no ama al Vicario de Jesucristo, el Papa.
¡Dichosos nosotros si pudiéramos hacer algo o padecer
persecución por defender al Papa! ¡Más dichoso aún si Dios nos hiciera dignos
de dar hasta la vida por su Vicario! Sería una prenda sagrada de la vida eterna
que el Señor ha prometido y preparado en el cielo para sus fieles servidores.
Somos pocos, pequeños y débiles, pero nuestra gloria,
queridos Hijos dela Divina Providencia, ha de consistir en que nadie nos venza
en amar con todas nuestras fuerzas al Papa y a la Iglesia, que es la Esposa
dilecta de Jesucristo: la santa e inmaculada Esposa del Verbo Humanado. La
Iglesia es suya, es obra suya, como dice el Apóstol S. Juan en el capítulo
XVII. Y es también nuestra Madre dulcísima y, hasta el fin de los siglos, el
objeto de las complacencias de Aquel que es la complacencia del Padre Celestial:
la Columna de la verdad, término último de todo eterno consejo.
Que nadie, entonces, nos venza en la sinceridad del
amor, en la devoción, en la generosidad hacia la Madre Iglesia y el Papa; que
nadie nos venza en trabajar para que se cumplan los deseos de la Iglesia y del
Papa, para que se conozca, se ame a la Iglesia y al Papa. Que nadie nos venza
en seguir las directivas pontificias, todas; sin reticencias y sin lamentaciones,
sin frialdades y sin titubeos. Adhesión plena, filial y perfecta –de mente, de
corazón y de obras–, no sólo en todo lo que el Papa, como Papa, decide
solemnemente en materia de dogma y de moral, sino en todo, sea lo que sea, que
El enseña, ordena y desea.
Que nadie nos venza en las atenciones más afectuosas
hacia el Papa y en sacrificarnos y anhelar todos los días y a toda hora ser
como holocaustos vivientes de reverencia y de amor tiernísimo a la Iglesia y a nuestro
dulce Cristo visible en la tierra, el Papa. “Que el Señor nos preserve –os
diré, hijos míos, con Ausonio Franchi, el célebre y demasiado pronto olvidado
autor de la Ultima Crítica– de la arrogancia y de la temeridad más que necia de
constituirnos en jueces de las advertencias y de los preceptos del Papa. Que
nos salve de la diabólica soberbia de querer reglamentar y limitar sus derechos
y sus poderes.
No nos corresponde a nosotros juzgar a quien tiene en
la tierra el lugar de Dios, a quien es el representante sumo de su autoridad y
el intérprete infalible de su palabra. A nosotros nos toca solamente creer
cuanto Él dice y hacer todo lo que Él quiere. Que el juicio del Papa sea el criterio
de nuestros juicios, su voluntad sea la ley de nuestro querer y la norma de
nuestro actuar.”
Y no sólo sus órdenes formales, sino también sus
consejos, sus simples
deseos deben ser siempre considerados y siempre
secundados como la expresión de lo que gusta a Dios, de lo que Dios quiere de
nosotros y que nosotros, con la gracia de Dios, debemos observar sin discutir.
Al Papa se lo debe mirar como a Dios mismo: “cuando habla el Papa, habla Jesucristo”,
decía siempre Don Bosco.
Estar en todo con el Papa quiere decir estar en todo
con Dios; amar al Papa quiere decir amar a Dios; no se ama de veras a Dios y al
eterno Pontífice Jesucristo, Hijo de Dios, si de veras no se ama al Papa. Amar
a Dios, amar a Jesucristo, Dios y Salvador nuestro, y amar al Papa es el mismo
amor.
Nuestro Amor, Jesucristo, ha sido crucificado. ¡Ah!
Que todos y siempre seamos un corazón, una mente y un alma sola en el Corazón
adorable de Jesucristo Crucificado, y crucificados juntamente con El.
Nuestro Amor, el Papa, está moralmente crucificado. ¡Ah!
que todos y siempre seamos un corazón, una mente y un alma sola en el corazón
de la Iglesia, que es el Papa: en el calvario con él, crucificados juntamente
con él.
“A Jesús se lo ama en la Cruz o no se lo ama de
ninguna manera”, decía el Venerable Padre Ludovico de Casoria; la misma,
idéntica cosa es con el Papa:
al Papa se lo ama en la cruz, y quien se escandaliza
de la humillación a la que se ve reducido, quien no lo ama en la cruz, no lo
ama de ninguna manera.
Y más que nunca en estos tiempos desgraciados, en que
la Iglesia está herida y tiene cruelmente desgarradas sus entrañas, ocupémonos,
queridos hijos y Amigos, en calmar como mejor podamos sus dolores, tratando de
ser ejemplo y modelo de virtud para todos, para que nuestra vida y todos nuestros
actos atestigüen de qué Madre somos engendrados, y la Iglesia y el Vicario de Jesucristo
siempre puedan complacerse y honrarse con nosotros, aunque seamos tan
pobrecito.
¡Así y sólo así estará con nosotros la bendición de
Dios!
El Señor nos preserve y tenga misericordia de nosotros
y la bendición del Señor esté sobre nosotros, como prenda de la futura
resurrección nuestra y de la eterna beatitud.
* * *
¡Oh Santísima Virgen, ¡Madre de Dios, ¡dulce Virgen
mía, ayúdanos Tú que eres también nuestra Madre!
Somos los más pequeños siervos de tu Divino Hijo
Jesús; somos los hijos más pequeños de su Iglesia; somos tus más pequeños,
dulcísima Madre de misericordia.
Confiamos en ti; somos todos tuyos; estamos todos en
tus manos: ¡ayúdanos, Santísima Virgen! Custódianos, bendícenos, haznos crecer
en el amor a tu Divino Hijo y a su Santo Vicario en la tierra, el Papa.
Mira a Jesús y a la Iglesia, que es su obra, pero que
también lo es tuya; mira a nuestras
almas, por las cuales has confundido tus lágrimas con la sangre de Nuestro Señor Crucificado, querida Virgen
nuestra, Esperanza nuestra,
Madre nuestra.
* * *
Cuando me levanté de los pies benditos del Papa y alcé
la mirada hacia él, vi que la fe en el triunfo y en la paz de la Iglesia, a la
que antes hice mención, iluminaba, diría que visiblemente, su frente serena y
blanca y toda su blanca y augusta persona.
Vuestro afmo. en el Señor
Sac. Luis Orione de la Divina Providencia Hijos y
Amigos míos en el Señor: amemos a la S. Iglesia, amemos al Papa y a los Obispos
apasionadamente. Nacidos en estos últimos tiempos, tiempos de nuevos peligros,
no cesemos nunca, nunca, nunca de dar al mundo ejemplos luminosos de entrañable
afecto, de humildad, de obediencia total, de caridad hacia la Iglesia y hacia
el Papa. Tengamos presente la augusta pobreza a la que ha sido reducida la Sede
Apostólica, las catacumbas morales que se van preparando a la Iglesia Madre de
Roma y al Papa; y tengámonos por muy honrados si nos es dado hacer o padecer
algo por la santa causa de la Iglesia y del Papa, que es la causa de Dios.
Amemos a la S. Iglesia con toda nuestra mente, teniendo siempre como nuestras
todas las doctrinas suyas y de su Jefe visible, el Romano Pontífice. Amémosla
con todo nuestro corazón, como un buen hijo ama a una madre y una Madre tal
como es la Iglesia; como un buen hijo ama a un padre y un Padre tal como es el
S. Padre.
* * *
¡El Papa! Este es nuestro credo y el único credo de
nuestra vida y de nuestro Instituto. El Apóstol Pablo, en la primera carta a
los corintios dice que sea anatema quien no ama a Jesucristo; pero también lo
será, hijos míos, quien no ama al Vicario de Jesucristo, el Papa. ¡Dichosos
nosotros si pudiéramos hacer algo o padecer persecución por defender al Papa!
¡Más dichoso aún si Dios nos hiciera dignos de dar hasta la vida por su
Vicario! Sería una prenda sagrada de la vida eterna que el Señor ha prometido y
preparado en el cielo para sus fieles servidores. Somos pocos, pequeños y
débiles, pero nuestra gloria, queridos Hijos de la Divina Providencia, ha de
consistir en que nadie nos venza en amar con todas nuestras fuerzas al Papa y a
la Iglesia, que es la Esposa dilecta de Jesucristo: la santa e inmaculada
Esposa del Verbo Humanado. La Iglesia es suya, es obra suya, como dice el
Apóstol S. Juan en el capítulo XVII. Y es también nuestra Madre dulcísima y,
hasta el fin de los siglos, el objeto de las complacencias de Aquel que es la
complacencia del Padre Celestial: la Columna de la verdad, término último de
todo eterno consejo.
Que nadie,
entonces, nos venza en la sinceridad del amor, en la devoción, en la
generosidad hacia la Madre Iglesia y el Papa; que nadie nos venza en trabajar
para que se cumplan los deseos de la Iglesia y del Papa, para que se conozca,
se ame a la Iglesia y al Papa. Que nadie nos venza en seguir las directivas
pontificias, todas; sin reticencias y sin lamentaciones, sin frialdades y sin
titubeos. Adhesión plena, filial y perfecta –de mente, de corazón y de obras–,
no sólo en todo lo que el Papa, como Papa, decide solemnemente en materia de
dogma y de moral, sino en todo, sea lo que sea, que El enseña, ordena y desea.
Que nadie nos venza en las atenciones más afectuosas hacia el Papa y en
sacrificarnos y anhelar todos los días y a toda hora ser como holocaustos
vivientes de reverencia y de amor tiernísimo a la Iglesia y a nuestro dulce
Cristo visible en la tierra, el Papa. “Que el Señor nos preserve –os diré,
hijos míos, con Ausonio Franchi, el célebre y demasiado pronto olvidado autor
de la Ultima Crítica– de la arrogancia y de la temeridad más que necia de
constituirnos en jueces de las advertencias y de los preceptos del Papa. Que
nos salve de la diabólica soberbia de querer reglamentar y limitar sus derechos
y sus poderes. No nos corresponde a nosotros juzgar a quien tiene en la tierra
el lugar de Dios, a quien es el representante sumo de su autoridad y el
intérprete infalible de su palabra. A nosotros nos toca solamente creer cuanto
El dice y hacer todo lo que El quiere. Que el juicio del Papa sea el criterio
de nuestros juicios, su voluntad sea la ley de nuestro querer y la norma de
nuestro actuar.” Y no sólo sus órdenes formales, sino también sus consejos, sus
simples deseos deben ser siempre considerados y siempre secundados como la
expresión de lo que gusta a Dios, de lo que Dios quiere de nosotros y que
nosotros, con la gracia de Dios, debemos observar sin discutir. Al Papa se lo debe
mirar como a Dios mismo: “cuando habla el Papa, habla Jesucristo”, decía
siempre Don Bosco. Estar en todo con el Papa quiere decir estar en todo con
Dios; amar al Papa quiere decir amar a Dios; no se ama de veras a Dios y al
eterno Pontífice Jesucristo, Hijo de Dios, si de veras no se ama al Papa. Amar
a Dios, amar a Jesucristo, Dios y Salvador nuestro, y amar al Papa es el mismo
amor. Nuestro Amor, Jesucristo, ha sido crucificado. ¡Ah! Que todos y siempre
seamos un corazón, una mente y una alma sola en el Corazón adorable de
Jesucristo Crucificado, y crucificados juntamente con El. Nuestro Amor, el
Papa, está moralmente crucificado. ¡Ah! que todos y siempre seamos un corazón,
una mente y un alma sola en el corazón de la Iglesia, que es el Papa: en el calvario
con él, crucificados juntamente con él. “A Jesús se lo ama en la Cruz o no se
lo ama de ninguna manera”, decía el Venerable Padre Ludovico de Casoria; la
misma, idéntica cosa es con el Papa: al Papa se lo ama en la cruz, y quien se
escandaliza de la humillación a la que se ve reducido, quien no lo ama en la
cruz, no lo ama de ninguna manera. Y más que nunca en estos tiempos
desgraciados, en que la Iglesia está herida y tiene cruelmente desgarradas sus
entrañas, ocupémonos, queridos hijos y Amigos, en calmar como mejor podamos sus
dolores, tratando de ser ejemplo y modelo de virtud para todos, para que
nuestra vida y todos nuestros actos atestigüen de qué Madre somos engendrados,
y la Iglesia y el Vicario de Jesucristo siempre puedan complacerse y honrarse
con nosotros, aunque seamos tan pobrecito. ¡Así y sólo así estará con nosotros
la bendición de Dios! El Señor nos preserve y tenga misericordia de nosotros y
la bendición del Señor esté sobre nosotros, como prenda de la futura
resurrección nuestra y de la eterna beatitud.
* * *
¡Oh Santísima
Virgen, Madre de Dios, dulce Virgen mía, ayúdanos Tú que eres también nuestra
Madre! Somos los más pequeños siervos de tu Divino Hijo Jesús; somos los hijos
más pequeños de su Iglesia; somos tus más pequeños, dulcísima Madre de
misericordia. Confiamos en ti; somos todos tuyos; estamos todos en tus manos:
¡ayúdanos, Santísima Virgen! Custódianos, bendícenos, haznos crecer en el amor
a tu Divino Hijo y a su Santo Vicario en la tierra, el Papa. Mira a Jesús y a
la Iglesia, que es su obra, pero que también lo es tuya; mira a nuestras almas,
por las cuales has confundido tus lágrimas con la sangre de Nuestro Señor
Crucificado, querida Virgen nuestra, Esperanza nuestra, Madre nuestra. * * *
Cuando me levanté de los pies benditos del Papa y alcé la mirada hacia él, vi
que la fe en el triunfo y en la paz de la Iglesia, a la que antes hice mención,
iluminaba, diría que visiblemente, su frente serena y blanca y toda su blanca y
augusta persona. Vuestro afmo. en el Señor Sac. Luis Orione de la Divina
Providencia