SAN JOSE B COTTOLENGO EN LA VIDA DE D ORIONE
Influyo la cercanía de la “Pequeña casa de la Divina
Providencia” (es decir el Cottolengo de Turín) en la espiritualidad del joven
Luis Orione?.
La figura de San Jose Benito Cottolengo influyo muchisimo en
el joven Luis Orione. Si bien, Don Orione no conoció a este gran santo, conocio
su obra y en honor a él llamo a sus casas para gente con discapacidad
"Cottolengos".
Sabemos que los “Pequeños Cottolengos” constituyen un
capitulo fundamental para la historia de la multiforme actividad caritativa de
Don Orione, a pesar de ser el epilogo de lo que inicio en 1893 para los niños
pobres.
La compasión hacia los enfermos y a los que sufren,
encendida en el joven Orione por el canónigo Cattáneo, se inflamó entonces más
que nunca encontrando las filas de pobres y desdichados hospedados en la
pequeña casa de la Divina Providencia, como el mismo nos cuenta:
“Recuerdo mis años juveniles, cuando estudiaba en Turín, en
la casa de Don Bosco. Un día nos llevaron a pasear. Vivía aún Don Bosco; eran
los años en los cuales el gran Santo murió.
Nos concedían un paseo semanal, el jueves, a lo largo de la
avenida reina margarita, que entonces estaba al margen de la ciudad y separaba
Turín de la región que se llamaba Valdocco, donde están los monumentos de la
caridad: los edificios del Cottolengo, de Don Bosco y de la Marquesa de Barolo.
Íbamos a lo largo de la avenida, cuando encontramos una
larga fila de personas (una muchedumbre) que nunca acababa, y parecía
interminable. Iban formados de a cuatro y se tomaban de a dos las manos. Iban
como en cadena: y algunos desbordaban por aquí, y otros por allá. Eran
lisiados, ciegos, rengos, jóvenes y viejos. Quien los guiaba era uno de ellos,
un poco… mejor, pero que estaba de pie con dificultad y desbandaba mucho
también él…
El sol los bañaba. Aquellos arboles veían pasar aquella
columna –llamémoslo así- de pobres infelices, y la primavera bajaba sobre
aquellos pobres desdichados, quienes se sostenían con esfuerzo, como el polen
sobre las flores.
En verano caminaban bajo la sombra ancha que bajaba de las
hojas amplias y palmadas de los plátanos… El otoño arrojaba, a sus pasos, las
hojas y alguno a veces resbalaba sobre esas hojas rojizas. Durante el invierno
las ramas escuálidas parecían llorar sobre aquella columna de infelices.
Cada vez que me llevaban a paser, yo quería, en mi corazón,
verlos a ellos. La gente los miraba: los transeúntes se detenían sorprendidos;
y luego meneaban la cabeza y seguían y seguían murmurando: -¡son los del Cottolengo…
cosa de Cottolengo!...
Yo los miraba, deseaba encontrarlo, los sentía hermanos, los
amaba. No conocía su patria de origen, ni sabía como se llamaban. No tenía
importancia para mí… salían de una gran casa: pero el Cottolengo quiso llamarla
‘Pequeña Casa’, porque la Casa de la Divina Providencia es el universo...la
última vez que fui a la ‘Pequeña Casa’, había trece mil hospedados: una
verdadera ciudad de dolor… o es casa del misterio o es el milagro continuado de
la Divina Providencia; una casa que vive sin bienes propios, sin renta fija
alguna.
Se podía pensar que eran personas tristes, encerradas; por
lo contrario sonreían; y cuando los veía o encontraba llevaban un rayo de
serenidad en la frente, como aquellos rayos de sol que, anhelados con ansia
especialmente en los días de neblina, llegan a restaurarnos después de los
rigores del invierno.
Cuando regresaban a su casa, atravesaban un atrio donde esta
puesta una estatua del santo sacerdote, en el acto de bendecir a la extrema
vejez y a la infancia abandonada, mientras levanta un dedo al cielo hacia la
Divina Providencia.
La casa es el milagro permanente de la Divina Providencia.
¡Contra el positivismo y el materialismo esta el Cottolengo! Allí hay muchos y
muchas más de lo que yo encontraba en el paseo; la mayoría no puede salir;
están siempre en la cama y viven postrados en camillas, carritos, cochecitos.
Si entran en aquellas largas crujías –son muchas y los
pobres están divididos en familias- hay lisiados, crónicos, ciegos, viejos,
jóvenes, mutilados, paralíticos: todos los miran con una sonrisa, todos los
miran con alegría serena en los labios… “Es un milagro” y el mundo los rechaza
como desechos, escombros de la sociedad!
Las madres de muchos de ellos, enseguida después del
desgarro de la maternidad, han apretado al seno sus recién nacidos: después
quisieron ver uno a uno si sus miembros eran perfectos, y vieron, en el lugar
de los brazos y manitas, los muñones… Pensaban dar una flor al jardín del
mundo, y vieron un cuerpecito desfigurado, y llorando un llanto sin consuelo…
Pero en el evangelio está escrito: -¡Dichosos los que
lloran, porque serán consolados! Y aquellos desdichados que no tuvieron el don
del llanto, tuvieron el llanto de sus madres, que muchas veces fallecieron
acongojadas diciendo: -¿a quién dejare mi desdichado, este mi pobre hijo? Esta
el Cottolengo. ¡He aquí que es el Cottolengo!
¡Dichosos los que lloran… Pasa la figura de este mundo:
‘cosa linda y mortal pasa y no dura’, reza un poeta nuestro. Pero hay algo que
permanece en los siglos, algo inmortal. Pasan los gozos, pasan las fiestas,
pasan también los dolores, y aquellos pobres infelices se despiertan un día
como de un sueño penoso; y, con su gran maravilla se encontraron de pie, firmes
en sus piernas; la pierna derecha no estaba y estará en su lugar; no había una
mano, y estará en su lugar; los ojos que estaban en las tinieblas verán la luz;
y se alegraran en el regocijo de todos sus miembros perfectos. Volverán a usar
las facultades mentales y se sentirán almas inmortales, redimidas y libres.
Vestirán el blanco hábito del bautismo…
Y cuando Cristo Señor dirá que deberán separarse los buenos
de los malos, aquellos desdichados, que fueron despreciados, sentirán que su
lugar es a la derecha. Cuando Jesús diga: -¡Vengan, benditos, a recibir el
premio preparado para vosotros desde la constitución del mundo!, he allí,
sentirán que son ‘bendecidos’.
¡El mundo los había considerado, no digo maldecido, pero
casi no dignos de pertenecer al consorcio humano! Y escucharan a Jesús decir: -tenía
hambre, y me dieron de comer; tenía sed, y me dieron de beber; estaba desnudo,
y me vistieron; era peregrino, enfermo, preso, y fueron a visitarme.
Ellos, los del Cottolengo, miraban alrededor. Pero cuando
Cristo Señor diga: -vengan, benditos, a recibir el premio-, los elegidos, los
bienhechores de los pobres, los que practicaron la caridad, los que tuvieron
entrañas de misericordia hacia los desdichados, contestaran: -¿Cuándo te vimos
hambriento, y te dimos de comer?, ¿sediento, y te dimos de beber?, ¿huérfano,
enfermo, y te consolamos?-, los del Cottolengo callaran. Pero cuando Jesús
dirá: -todo lo que hicieron a estos pobres, me lo hicisteis a mi-; entonces los
repudiados por el mundo, los desechos, los escombros, se regocijarán con una
alegría muy grande, porque comprenderán que fueron asemejados a Jesucristo.
Buscaran entonces entre el resplandor de los santos a una
figura de sacerdote, un pobre cura, el ‘ángel’, el ‘canónigo bueno’, un
sacerdote que rezaba el oficio y se conmovía a la palabra ‘caridad’:
Todas las palabras y las oraciones que decía se resumían en
una única expresión: ‘caridad’; todos sus pasos eran sobre un único sendero, el
sendero de la caridad; todas sus acciones, eran un canto a la caridad!...
¡Oh! ¡Entonces todos los que fueron disminuidos, sufrieron
retraso, cantaran el cantico de la caridad, el cantico más lindo que los
hombres puedan cantar en la tierra, y que los Ángeles cantan al cielo!...
“Entonces, cuando estaba en el oratorio de Don Bosco,
recuerdo que nos llevaban a pasear, allá alrededor del Cottolengo de Turín. Y
pasando por allá se veían aquellos pobres enfermos y epilépticos. Y yo me
sentía atraído por aquellos pobrecitos, los miraba con compasión, y sentía gran
deseo de ir al encuentro de ellos para aliviar sus sufrimientos. Experimentaba
como una gran alegría en verlos, y aquella era la diversión más grande de mi
paseo…”.
Desde Victoria (Buenos Aires), en el mes de marzo de 1935,
Don Orione escribía a un excelentísimo Obispo:
“…Ya desde cuando hacia el secundario en Turín, cada vez que
pasaba delante de la pequeña casa de la Divina Providencia, fundada por San
José Benito Cottolengo, experimentaba una especial atracción hacia aquella obra
de fe y de caridad, y el vivo deseo de hacer algo, con la ayuda divina, para nuestros
hermanos más pobres y mas abandonados” (Scr. 67 – 300).
Informe: P. Facundo Mela (loqueyorecibi.blogspot.com.ar)