1.Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona.
Al comienzo del nuevo año, quisiera acompañar
con esta profunda convicción los mejores deseos de abundantes
bendiciones y de paz, en el signo de la esperanza, para el futuro de
cada hombre y cada mujer, de cada familia,
pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes de Estado y de
Gobierno y de los Responsables de las religiones. Por tanto, no perdamos
la esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente
comprometidos, en realizar la justicia y trabajar
por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de Dios y obra de
los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los hombres y
a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.
Custodiar las razones de la esperanza
2.Las guerras y los atentados terroristas, con
sus trágicas consecuencias, los secuestros de personas, las
persecuciones por motivos étnicos o religiosos, las prevaricaciones, han
marcado de hecho el año pasado, de principio
a fin, multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo,
hasta asumir las formas de la que podría llamar una ''tercera guerra
mundial en fases''. Pero algunos acontecimientos de los años pasados y
del año apenas concluido me invitan, en la perspectiva
del nuevo año, a renovar la exhortación a no perder la esperanza en la
capacidad del hombre de superar el mal, con la gracia de Dios, y a no
caer en la resignación y en la indiferencia. Los acontecimientos a los
que me refiero representan la capacidad de la
humanidad de actuar con solidariedad, más allá de los intereses
individualistas, de la apatía y de la indiferencia ante las situaciones
críticas.
Quisiera recordar entre dichos acontecimientos
el esfuerzo realizado para favorecer el encuentro de los líderes
mundiales en el ámbito de la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas
vías para afrontar los cambios climáticos
y proteger el bienestar de la Tierra, nuestra casa común. Esto nos
remite a dos eventos precedentes de carácter global: La Conferencia
Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con el objetivo de un
desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por parte
de las Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible,
con el objetivo de asegurar para ese año una existencia más digna para
todos, sobre todo para las poblaciones pobres del planeta.
El año 2015 ha sido también especial para la Iglesia, al haberse celebrado el 50 aniversario de la publicación
de dos documentos del Concilio Vaticano II que
expresan de modo muy elocuente el sentido de solidaridad de la Iglesia
con el mundo. El papa Juan
XXIII, al inicio del Concilio, quiso abrir de par en par las ventanas
de la Iglesia para que fuese más abierta la comunicación entre ella y el
mundo. Los dos documentos, Nostra aetate y Gaudium
et spes, son expresiones emblemáticas de la nueva relación de
diálogo, solidaridad y acompañamiento que la Iglesia pretendía
introducir en la humanidad. En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia
ha sido llamada a abrirse al diálogo con las expresiones
religiosas no cristianas. En la Constitución pastoral Gaudium et spes,
desde el momento que ''los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y
de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas,
tristezas y angustias de los discípulos de Cristo'', la Iglesia deseaba
instaurar un diálogo con la familia humana sobre los problemas del
mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto.
En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la
Misericordia, deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que
todo cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz
de anunciar y testimoniar la
misericordia, de ''perdonar y de dar'', de abrirse ''a cuantos viven en
las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el
mundo moderno dramáticamente crea'', sin caer ''en la indiferencia que
humilla, en la habitualidad que anestesia
el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye''.
Hay muchas razones para creer en la capacidad de
la humanidad que actúa conjuntamente en solidaridad, en el
reconocimiento de la propia interconexión e interdependencia,
preocupándose por los miembros más frágiles y la
protección del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria
está en la raíz de la vocación fundamental a la fraternidad y a la vidacomún.
La dignidad
y las relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos,
queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas dotadas de
inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con nuestros
hermanos y hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad
y con los cuales actuamos en solidariedad. Fuera de esta relación,
seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia representa
una amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos por un nuevo
año, deseo invitar a todos a reconocer este
hecho, para vencer la indiferencia y conquistar la paz.
Algunas formas de indiferencia
3.Es cierto que la actitud del indiferente, de
quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los otros, de
quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade
para no ser tocado por los problemas
de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y
presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta
tipología ha superado decididamente el ámbito individual para asumir una
dimensión global y producir el fenómeno de la ''globalización
de la indiferencia''.
La primera forma de indiferencia en la sociedad
humana es la indiferencia ante Dios, de la cual brota también la
indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves
efectos de un falso humanismo y
del materialismo práctico, combinados con un pensamiento relativista y
nihilista. El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y
de la sociedad; se siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a
Dios, sino prescindir completamente de él.
Por consiguiente, cree que no debe nada a nadie, excepto a sí mismo, y
pretende tener sólo derechos. Contra esta autocomprensión errónea de la
persona, Benedicto
XVI recordaba que ni el hombre ni su desarrollo son capaces de
darse su significado último por sí mismo; y, precedentemente, Pablo VI
había afirmado que ''no hay, pues, más que un humanismo verdadero que se
abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una
vocación, que da la idea verdadera de la vida humana''.
La indiferencia ante el prójimo asume diferentes
formas. Hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los
periódicos o ve programas de televisión, pero lo hace de manera frívola,
casi por mera costumbre: estas
personas conocen vagamente los dramas que afligen a la humanidad pero
no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la actitud
de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida hacia
sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar
que el aumento de las informaciones, propias de nuestro tiempo, no
significa de por sí un aumento de atención a los problemas, si no va
acompañado por una apertura de las conciencias en sentido solidario. Más
aún, esto puede comportar una cierta saturación
que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los
problemas. ''Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a
los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y
pretenden encontrar la solución en una ''educación''
que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e
inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven
crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en
muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—,
cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes''.
La indiferencia se manifiesta en otros casos
como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la
más lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven
su bienestar y su comodidad indiferentes
al grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta,
nos hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por
sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que
les acontece fuera una responsabilidad que
nos es ajena, que no nos compete. ''Cuando estamos bien y nos sentimos a
gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás),
no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias
que padecen… Entonces nuestro corazón cae
en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido
de quienes no están bien''.
Al vivir en una casa común, no podemos dejar de
interrogarnos sobre su estado de salud, como he intentado hacer en la
Laudato si’. La contaminación de las aguas y del aire, la explotación
indiscriminada de los bosques,
la destrucción del ambiente, son a menudo fruto de la indiferencia del
hombre respecto a los demás, porque todo está relacionado. Como también
el comportamiento del hombre con los animales influye sobre sus
relaciones con los demás, por no hablar de quien
se permite hacer en otra parte aquello que no osa hacer en su propia
casa.
En estos y en otros casos, la indiferencia
provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo
contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la
creación.
La paz amenazada por la indiferencia globalizada
4. La indiferencia ante Dios supera la esfera
íntima y espiritual de cada persona y alcanza a la esfera pública y
social. Como afirmaba Benedicto XVI, ''existe un vínculo íntimo entre la
glorificación de Dios y la paz
de los hombres sobre la tierra''. En efecto, ''sin una apertura a la
trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo,
resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la
paz''. El olvido y la negación de Dios, que llevan
al hombre a no reconocer alguna norma por encima de sí y a tomar
solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y violencia sin
medida.
En el plano individual y comunitario, la
indiferencia ante el prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume
el aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de
situaciones de injusticia y grave desequilibrio
social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo
caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de
terminar, antes o después, en violencia e inseguridad.
En este sentido la indiferencia, y la
despreocupación que se deriva, constituyen una grave falta al deber que
tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del
papel que desempeña en la sociedad,
al bien común, de modo particular a la paz, que es uno de los bienes
más preciosos de la humanidad.
Cuando afecta al plano institucional, la
indiferencia respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos
fundamentales y a su libertad, unida a una cultura orientada a la
ganancia y al hedonismo, favorece, y a veces justifica,
actuaciones y políticas que terminan por constituir amenazas a la paz.
Dicha actitud de indiferencia puede llegar también a justificar algunas
políticas económicas deplorables, premonitoras de injusticias,
divisiones y violencias, con vistas a conseguir el
bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los
proyectos económicos y políticos de los hombres tengan como objetivo
conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a costa de pisotear
los derechos y las exigencias fundamentales de los
otros. Cuando las poblaciones se ven privadas de sus derechos
elementares, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el
trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza.
Además, la indiferencia respecto al ambiente
natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las
catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente
de vida, forzándolas a la precariedad
y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas situaciones de
injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y
de paz social.¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a
causa de la falta de recursos o para satisfacer
a la insaciable demanda de recursos naturales?
De la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón
5. Hace un año, en el Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz ''no más esclavos, sino hermanos'', me referí al
primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de Caín y Abel , y lo
hice para llamar la atención sobre
el modo en que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel
son hermanos. Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en
dignidad, y creados a imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad
creacional se rompe. ''Caín, además de no soportar
a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer
fratricidio''. El fratricidio se convierte en paradigma de la traición, y
el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de Abel es la primera
ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y
respeto mutuo.
Dios interviene entonces para llamar al hombre a
la responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los
primeros padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. ''El Señor
dijo a Caín: ''Dónde está Abel,
tu hermano? Respondió Caín: ''No sé; ¿soy yo el guardián de mi
hermano?''. El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano
me está gritando desde el suelo''.
Caín dice que no sabe lo que le ha sucedido a su
hermano, dice que no es su guardián. No se siente responsable de su
vida, de su suerte. No se siente implicado. Es indiferente ante su
hermano, a pesar de que ambos estén
unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué drama fraterno,
familiar, humano! Esta es la primera manifestación de la indiferencia
entre hermanos. En cambio, Dios no es indiferente: la sangre de Abel
tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que rinda
cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la
humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre. Cuando
más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios
interviene nuevamente. Dice a Moisés: ''He visto la
opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los
opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los
egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y
espaciosa, tierra que mana leche y miel''. Es importante
destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye,
conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa.
Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha
bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con
la humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la
humanidad: ''el primogénito entre
muchos hermanos'' . Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino
que se preocupaba de ella, especialmente cuando la veía hambrienta o
desocupada . Su mirada no estaba dirigida solamente a los hombres, sino
también a los peces del mar, a las aves del cielo,
a las plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la
creación. Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a
las personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien
se encuentra en necesidad. No sólo, sino
que se deja conmover y llora . Y actúa para poner fin al sufrimiento, a
la tristeza, a la miseria y a la muerte.
Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el
Padre. En la parábola del buen samaritano denuncia la omisión de ayuda
frente a la urgente necesidad de los semejantes: ''lo vio y pasó de
largo'' . De la misma manera, mediante
este ejemplo, invita a sus oyentes, y en particular a sus discípulos, a
que aprendan a detenerse ante los sufrimientos de este mundo para
aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con los medios
que tengan, comenzando por el propio tiempo, a
pesar de tantas ocupaciones. En efecto, la indiferencia busca a menudo
pretextos: el cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de
cosas que hay que hacer, los antagonismos que nos alejan los unos de los
otros, los prejuicios de todo tipo que nos
impiden hacernos prójimo.
La misericordia es el corazón de Dios. Por ello
debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la
única gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde
la dignidad humana —reflejo
del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos advierte:
el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los encarcelados,
los que no tienen hogar, incluso los enemigos— es la medida con la que
Dios juzgará nuestras acciones. De esto depende
nuestro destino eterno. No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a
los cristianos de Roma a alegrarse con los que se alegran y a llorar
con los que lloran, o que aconseje a los de Corinto organizar colectas
como signo de solidaridad con los miembros de
la Iglesia que sufren. Y san Juan escribe: ''Si uno tiene bienes del
mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo
va a estar en él el amor de Dios?''.
Por eso ''es determinante para la Iglesia y para
la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera
persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir
misericordia para penetrar en el
corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta
al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este
amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace
sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto,
donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia
del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las
asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos,
cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia''.
También nosotros estamos llamados a que el amor,
la compasión, la misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero
programa de vida, un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de
los unos con los otros. Esto
pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme
nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, capaz de abrirse a los
otros con auténtica solidaridad. Esta es mucho más que un ''sentimiento
superficial por los males de tantas personas,
cercanas o lejanas''. La solidaridad ''es la determinación firme y
perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de
todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de
todos'', porque la compasión surge de la fraternidad.
Así entendida, la solidaridad constituye la actitud moral y
social que mejor responde a la toma de conciencia
de las heridas de nuestro tiempo y de la innegable interdependencia que
aumenta cada vez más, especialmente en un mundo globalizado, entre la
vida de la persona y de su comunidad en un determinado lugar, así como
la de los demás hombres y mujeres del resto
del mundo.
Promover una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia
La solidaridad como virtud moral y actitud
social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos
aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas.
En primer lugar me dirijo a las familias,
llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas
constituyen el primer lugar en el que se viven y se transmiten los
valores del amor y de la fraternidad, de la
convivencia y del compartir, de la atención y del cuidado del otro.
Ellas son también el ámbito privilegiado para la transmisión de la fe
desde aquellos primeros simples gestos de devoción que las madres
enseñan a los hijos.
Los educadores y los formadores que, en la
escuela o en los diferentes centros de asociación infantil y juvenil,
tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a
tomar conciencia de que su responsabilidad
tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de
la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco y de la
solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia. Dirigiéndose a
los responsables de las instituciones que tienen
responsabilidades educativas, Benedicto XVI afirmaba: ''Que todo
ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo
transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el
joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza
interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la
alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el
prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad
más humana y fraterna''.
Quienes se dedican al mundo de la cultura y de
los medios de comunicación social tienen también una responsabilidad en
el campo de la educación y la formación, especialmente en la sociedad
contemporánea, en la que el
acceso a los instrumentos de formación y de comunicación está cada vez
más extendido. Su cometido es sobre todo el de ponerse al servicio de la
verdad y no de intereses particulares. En efecto, los medios de
comunicación ''no sólo informan, sino que también
forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una
aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener
presente que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos:
en efecto, la educación se produce mediante
la comunicación, que influye positiva o negativamente en la formación
de la persona''. Quienes se ocupan de la cultura y los medios deberían
también vigilar para que el modo en el que se obtienen y se difunden las
informaciones sea siempre jurídicamente y
moralmente lícito.
La paz: fruto de una cultura de solidariedad, misericordia y compasión
7.Conscientes de la amenaza de la globalización
de la indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el escenario
descrito anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y acciones
positivas que testimonian
la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que el hombre es
capaz.
Quisiera recordar algunos ejemplos de
actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la
indiferencia si no aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen
buenas prácticas en el camino hacia una sociedad
más humana.
Hay muchas organizaciones no gubernativas y
asociaciones caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos
miembros, con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos armados,
afrontan fatigas y peligros para
cuidar a los heridos y enfermos, como también para enterrar a los
difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las personas y a las
asociaciones que ayudan a los emigrantes que atraviesan desiertos y
surcan los mares en busca de mejores condiciones de vida.
Estas acciones son obras de misericordia, corporales y espirituales,
sobre las que seremos juzgados al término de nuestra vida.
Me dirijo también a los periodistas y fotógrafos
que informan a la opinión pública sobre las situaciones difíciles que
interpelan las conciencias, y a los que se baten en defensa de los
derechos humanos, sobre todo de
las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos indígenas, de las
mujeres y de los niños, así como de todos aquellos que viven en
condiciones de mayor vulnerabilidad. Entre ellos hay también muchos
sacerdotes y misioneros que, como buenos pastores, permanecen
junto a sus fieles y los sostienen a pesar de los peligros y
dificultades, de modo particular durante los conflictos armados.
Además, numerosas familias, en medio de tantas
dificultades laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar a
sus hijos ''contracorriente'', con tantos sacrificios, en los valores
de la solidaridad, la compasión
y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones y sus casas a
quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes. Deseo
agradecer particularmente a todas las personas, las familias, las
parroquias, las comunidades religiosas, los monasterios
y los santuarios, que han respondido rápidamente a mi llamamiento a
acoger una familia de refugiados.
Por último, deseo mencionar a los jóvenes que se
unen para realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que
abren sus manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su
país o en otras regiones del
mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se trabajan en
acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad: su hambre y sed
de justicia será saciada, su misericordia hará que encuentren
misericordia y, como trabajadores de la paz, serán llamados
hijos de Dios .
La paz en el signo del Jubileo de la Misericordia
8.En el espíritu del Jubileo de la Misericordia,
cada uno está llamado a reconocer cómo se manifiesta la indiferencia en
la propia vida, y a adoptar un compromiso concreto para contribuir a
mejorar la realidad donde vive,
a partir de la propia familia, de su vecindario o el ambiente de
trabajo.
Los Estados están llamados también a hacer
gestos concretos, actos de valentía para con las personas más frágiles
de su sociedad, como los encarcelados, los emigrantes, los desempleados y
los enfermos.
Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos
casos es urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las
condiciones de vida en las cárceles, con una atención especial para
quienes están detenidos en espera
de juicio, teniendo en cuenta la finalidad reeducativa de la sanción
penal y evaluando la posibilidad de introducir en las legislaciones
nacionales penas alternativas a la prisión. En este contexto, deseo
renovar el llamamiento a las autoridades estatales
para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y
considerar la posibilidad de una amnistía.
Respecto a los emigrantes, quisiera dirigir una
invitación a repensar las legislaciones sobre los emigrantes, para que
estén inspiradas en la voluntad de acogida, en el respeto de los
recíprocos deberes y responsabilidades,
y puedan facilitar la integración de los emigrantes. En esta
perspectiva, se debería prestar una atención especial a las condiciones
de residencia de los emigrantes, recordando que la clandestinidad corre
el riesgo de arrastrarles a la criminalidad.
Deseo, además, en este Año jubilar, formular un
llamamiento urgente a los responsables de los Estados para hacer gestos
concretos en favor de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la
falta de trabajo, tierra y techo.
Pienso en la creación de puestos de trabajo digno para afrontar la
herida social de la desocupación, que afecta a un gran número de
familias y de jóvenes y tiene consecuencias gravísimas sobre toda la
sociedad. La falta de trabajo incide gravemente en el sentido
de dignidad y en la esperanza, y puede ser compensada sólo parcialmente
por los subsidios, si bien necesarios, destinados a los desempleados y a
sus familias. Una atención especial debería ser dedicada a las mujeres
—desgraciadamente todavía discriminadas
en el campo del trabajo— y a algunas categorías de trabajadores, cuyas
condiciones son precarias o peligrosas y cuyas retribuciones no son
adecuadas a la importancia de su misión social.
Por último, quisiera invitar a realizar acciones
eficaces para mejorar las condiciones de vida de los enfermos,
garantizando a todos el acceso a los tratamientos médicos y a los
medicamentos indispensables para la vida,
incluida la posibilidad de atención domiciliaria.
Los responsables de los Estados, dirigiendo la
mirada más allá de las propias fronteras, también están llamados e
invitados a renovar sus relaciones con otros pueblos, permitiendo a
todos una efectiva participación e
inclusión en la vida de la comunidad internacional, para que se llegue a
la fraternidad también dentro de la familia de las naciones.
En esta perspectiva, deseo dirigir un triple
llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o
guerras que destruyen no sólo las riquezas materiales, culturales y
sociales, sino también —y por mucho
tiempo— la integridad moral y espiritual; para abolir o gestionar de
manera sostenible la deuda internacional de los Estados más pobres; para
la adoptar políticas de cooperación que, más que doblegarse a las
dictaduras de algunas ideologías, sean respetuosas
de los valores de las poblaciones locales y que, en cualquier caso, no
perjudiquen el derecho fundamental e inalienable de los niños por nacer.
Confío estas reflexiones, junto con los mejores
deseos para el nuevo año, a la intercesión de María Santísima, Madre
atenta a las necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su
Hijo Jesús, Príncipe de la Paz,
el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de nuestro
compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y solidario":Papa
Francisco.