martes, 6 de diciembre de 2011

EL SANTO DE LO IMPREVISTO IV











Cosas del otro mundo
Salió hacia América Latina el 24 de septiembre de 1934.En verdad ya había estado en 1921. Tampoco allí había pasado inadvertido este cura no clasificable, emprendedor, con maneras a veces explosivas, que no usa medias palabras cuando se trata de denunciar los abusos y la injusticia social y predica que la verdadera revolución se hace de rodillas ante el tabernáculo.En Brasil había dejado atónito al clero local con su “pastoral de los negros”. Una vez más se había adelantado simplemente a su época. La que había insistido para que fuera era una hija espiritual suya, la madre Teresa Michel, otra “loca” como él, que no le iba a la zaga en lo tocante a la fe en la Providencia y a la que don Orione estaba agradecido por haber recibido consejos y consuelo en circunstancias difíciles.Esta vez en la nave “Conte Grande” que lo lleva a Argentina está también el futuro Pío XII, que va al país latinoamericano para el Congreso eucarístico internacional. El cardenal Pacelli, durante la travesía tuvo modo de manifestarle su estima. Don Orione conocía a su hermano, el abogado Francesco Pacelli, que había tomado parte en las negociaciones oficiales del Concordato. Pero “el confesor del Conte Grande”, como le llamaban en la nave, reacio a las glorificaciones, al llegar a Buenos Aires vio un panorama enorme de miseria. Recuerda don Dutto: «Comienza a rebuscar en los tugurios, en las callejuelas, en los barrios bajos, en busca de impedidos, lisiados, incurables, alcoholizados, dementes: los elige como sus patronos, les lava con sus manos las heridas, los sirve». En Buenos Aires va a vivir en la calle Carlos Pellegrini, en una casa que le regaló un dama, y que él comparte con un ex cura, un niño sordomudo con su hermana enferma y su madre viuda. A la puerta de esta casa llega la gente más variada: pobres, latifundistas, profesionales, religiosos, militares. En 1936 pasa una temporada en la casa Jacques Maritain. En ella tiene reuniones con el arzobispo Copello, con el nuncio, e incluso se entrevista con el jefe de Estado. Sus noviciados, sus casas, se abren una tras otra, como si nada, como florecen siempre las obras que deja a su paso: un gesto concreto, una respuesta inmediata, una intuición, un encuentro, una circunstancia azarosa, y se realizan con el dinero que parece salir directamente de la barba de san José y de los bolsillos de esos ricos que llenos de confianza ponen al seguro su dinero en sus bolsillos rotos. En aquella tierra de amplios espacios y vastos horizontes, parece haber echado raíces y no atiende a los que cada vez más insistentemente le invitan a volver a Italia. Impertérrito sigue abriendo puertas. Pide más personal. El bueno de don Sterpi, que desde la otra parte del océano dirigía la Congregación, no sabe dónde echar mano, y le suplica e implora que vuelva. Además comienzan a soplar vientos de guerra y hay problemas con el obispo de Tortona. Al final, tras agotar todas las argumentaciones convincentes, le escribe: «Aunque mucho estimo sus cartas, le ruego que no me vuelva a escribir, porque dándome noticia siempre de nuevas casas, usted me mata». En tres años recorre una distancia diez veces superior a la que hay entre Italia y Argentina, «rogando al Señor que multiplique Sus obras», en una inmersión continua en la realidad que no conoce obstáculos: «¡Ojalá tuviera cien, mil brazos y llegar allí donde nadie quiere!», y dar vida a ese fuego que indomable le quema dentro. Argentina no lo olvidará nunca. Un cura y bastaLlega al puerto de Nápoles en agosto de 1937.A su regreso le invitan a dar conferencias. Por lo demás, no tenía ninguna intención de esconder las obras de la Providencia. Alérgico a los honores, escondía, en cambio, su propia persona. Durante una intervención en el Aula magna de la universidad Católica de Milán, no tuvo más remedio que oír al orador oficial alabar sus méritos. Los que estaban a su lado ven que se cubre la cara con las manos, no está quieto en la silla, como si estuviera sufriendo una tortura. Sin la mínima ostentación, con toda la vehemencia de su carácter impetuoso, saltó y dijo: «¡Pero qué don Orione, qué don Orione campesino de Pontecurone! ¡No le crean! ¡No le crean!». Otra vez, en la inauguración del instituto San Felipe Neri de Roma, le toca el mismo suplicio. Acurrucado en la tercera fila, con la frente fruncida, escucha las palabras que el senador Cavazzoni usa para alabarle. Mira a su alrededor buscando una salida. Imposible. La gente abarrota el salón, está también el presidente del Senado, a su lado el cardenal Salotti y numerosas autoridades. Al final, le llaman al escenario. Su voz deja entrever la timidez sincera y el esfuerzo que hace para que no le salgan palabras poco oportunas, dice: «Yo no sé hablar. Sólo sé hacer chapuzas… y estoy seguro que de todos los sacerdotes aquí presentes no hay uno más pecador que yo». Y luego dirigiéndose al orador: «Mi querido senador, pero ¿quién le ha dicho todas estas bobadas de mí?». Y levantando la voz para ser oído: «La verdad es esta, y quiero que todos se enteren, yo no soy el fundador de nada. Yo no tengo nada que ver». Y como acababa de volver de Argentina recurre al español de san Juan de la Cruz: «¡Nada! ¡Nada! [en español]… Si he tenido que dar la vuelta a medio mundo, hasta la lejana América, es porque así se hace con un mono y con un macaco cualquiera». No se comporta así cuando se trata de asumir la responsabilidad de alguna falta, para esto no era reacio, reconociendo incluso públicamente sus errores. Decía: «Si hay algo bueno en la Pequeña congregación es todo obra y bondad de la divina Providencia. Si hay algo imperfecto y deforme es culpa mía, y quizá también de algunos de vosotros, mis queridos hijos». Si las alabanzas lo herían, también las injurias; éstas, sin embargo, las consideraba un bien. Refiere el sacerdote De Paoli: «Un joven, en el momento de abandonar la Congregación lo llenó de insultos y groserías. Yo estaba presente. Don Orione quiso darle dinero, lo abrazó con ternura, lo besó en la frente con cariño, le deseó todo el bien y quiso que rezáramos por él como por un benefactor».Escribe al pie de una fotografía que lo inmortaliza durante la subida al monte Soratte, mientras se dirige a lomos de un asno a visitar a sus eremitas: «Él y yo somos dos». Para recordar, con su genuina ironía, que no se tenía en mucha consideración. En Tortona, mientras tanto, la situación vuelve a agitarse. El obispo se queja. Infamias, habladurías, acusaciones, calumnias. Una vez más hostilidad y tormentos. A un amigo de Roma le manda un billete: «Perdono a todos y estoy muy contento de estar lejos de las tretas y del alboroto de Tortona. Mis sacerdotes rezan, callan y esperan conmigo, fidentes in Domino… Que los enemigos me saquen los ojos, basta que me dejen el corazón para amarles…». Un religioso de la orden, al que había dado cargos de confianza, le escribe una carta «malvada y mendaz». Le sienta mal. Don Cribellati quiere hablar con él para tomar medidas y don Orione le dice: «Nada… Para estas personas: a) se reza a Dios; b) se perdona; c) se ama». «Nuestra caridad es un dulce y loco amor de Dios y de los hombres que no es de la tierra», había escrito al ir a Argentina. Su corazón empieza a gastarle bromas. En 1939 padece un grave ataque de angina de pecho y en febrero de 1940, otro. El 8 de marzo, en la casa general de Tortona, pide los últimos sacramentos y se despide de todos con su último “buenas noches”. El día siguiente sale hacia Sanremo, sabía que no volvería, va hacia la muerte como para abrir una puerta: «Jesús, Jesús… voy». Y esto en el fondo es la broma más sonada que su corazón nos ha gastado: para hablar con él es necesario abrir a Otro. Maravilloso es Dios en sus santos. En lo que se refiere a sí mismo, el epígrafe esculpido en su tumba dice: Aloysius Orione Sacerdos. Te Christus in Pace. Nada más. Sacerdos. Quizá el único elogio que hubiera aceptado, lo que simplemente es y fue: un cura, y basta. Que san Luis Orione nos perdone.

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