Queridísimos hermanos míos de la Divina
Providencia:
¡En el Nombre bendito de Dios!
De regreso a Italia, con la mente y el corazón que me
parecen más iluminados y dilatados por la caridad de Nuestro Señor Jesucristo
Crucificado, y mientras ya me apresto a volver a cruzar el océano, si así quiere
la bondad de Dios, llego a ustedes, queridísimos hermanos míos, como hermano y
padre que los ama en el Señor, para hacerles los augurios más afectuosos y los
votos más santos con la alegría de las próximas fiestas natalicias. Son votos y
augurios que expreso todos los días con el alma, con esta alma que vive tanto de
su vida, de sus alegrías y de sus dolores, y que todos los días reza en el altar
del Señor, pero que con más fervor aun rogará por ustedes la Noche beatísima de
Navidad.
¡Cuánto hubiera querido escribirles a cada uno por
separado en esta ocasión! Pero ustedes mismos comprenderán que me hubiera sido
imposible. Por lo que, abrazándolos a todos espiritualmente, me resulta gracia
suavísima escribirles a todos juntos, con ese dulce afecto de hermano y de padre
en Cristo, que sólo Dios conoce.
Les diré que hasta me parece muy hermoso tenerlos aquí
a todos delante y en el corazón, todos en el altar, reunidos en esta dulce
Navidad alrededor de Jesús Niño, y decirles a todos la misma palabra de caridad,
que tan suavemente nos une; de esa caridad que tiene tan largos brazos que no ve
ni montes ni mares, ni límites ni barreras de nacionalidad, sino que nos
aglutina a todos - como dice la Escritura que sucedió con los corazones de Jonás
y de David- y hace de todos nosotros un solo corazón y un alma sola, por la vida
y por la muerte y más allá, porque en la caridad se sirve de Dios y el hombre se
eterniza.
¿Hay acaso gozo más sentido, consuelo más elevado y
espiritual, vida más sublime, paz y felicidad mayor, que la santa caridad del
Señor y Dios Nuestro Jesucristo? ¡Qué dulce es amarnos en Jesucristo!
Pero en estos días de Navidad, en los cuales las almas
cristianas sienten los puros gozos de la fe y de la caridad de Jesús y la
mística poesía que exhala del Pesebre, al que llegan peregrinando los pobres,
los simples, los pastores, y sobre el cual vuelan y festejan los ángeles, en
medio de la luz y del canto del Gloria, y anuncian la paz de Dios a los hombres
de buen voluntad; en estas gozosas solemnidades no solo mando augurios de todo
bien, de toda consolación celestial, a todos y a cada uno de ustedes, hermanos e
hijos míos y corona mía, sino que mientras formulo los más fervientes votos por
ustedes, pongo a los pies de Dios una gran oración, que es amor de caridad: la
misma oración que Cristo elevó por sus discípulos y apóstoles antes de dejarlos:
“Padre Santo, cuídalos, el Nombre que tú me diste, para que sean uno, como
nosotros” (Jn. 17, 11).
Haz, oh Señor, que seamos una sola cosa con ti, que
todos estemos siempre con ti, en tu adorable Corazón.
Niño Jesús, Jesús Amor, danos tu dulce bendición.
Amén.
Don Luis Orione
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