MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA XXIV JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO 2016
Confiar en Jesús misericordioso como María:
“Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5)
Queridos hermanos y hermanas:
La XXIV Jornada Mundial del Enfermo me ofrece la oportunidad
de estar especialmente cerca de vosotros, queridos enfermos, y de todos los que
os cuidan.
Debido a que este año dicha Jornada será celebrada
solemnemente en Tierra Santa, propongo meditar la narración evangélica de las
bodas de Caná (Jn 2,1-11), donde Jesús realizó su primer milagro gracias a la
mediación de su Madre. El tema elegido, «Confiar en Jesús misericordioso como
María: “Haced lo que Él os diga”» (Jn 2,5), se inscribe muy bien en el marco
del Jubileo extraordinario de la Misericordia. La Celebración eucarística
central de la Jornada, el 11 de febrero de 2016, memoria litúrgica de Nuestra
Señora de Lourdes, tendrá lugar precisamente en Nazaret, donde «la Palabra se
hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Jesús inició allí su
misión salvífica, aplicando a sí mismo las palabras del profeta Isaías, como
dice el evangelista Lucas: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me
ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos
la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a
proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
La enfermedad, sobre todo cuando es grave, pone siempre en
crisis la existencia humana y nos plantea grandes interrogantes. La primera
reacción puede ser de rebeldía: ¿Por qué me ha sucedido precisamente a mí?
Podemos sentirnos desesperados, pensar que todo está perdido y que ya nada
tiene sentido…
En esta situación, por una parte la fe en Dios se pone a
prueba, pero al mismo tiempo revela toda su fuerza positiva. No porque la fe
haga desaparecer la enfermedad, el dolor o los interrogantes que plantea, sino
porque nos ofrece una clave con la que podemos descubrir el sentido más
profundo de lo que estamos viviendo; una clave que nos ayuda a ver cómo la
enfermedad puede ser la vía que nos lleva a una cercanía más estrecha con
Jesús, que camina a nuestro lado cargado con la cruz. Y esta clave nos la
proporciona María, su Madre, experta en esta vía.
En las bodas de Caná, María aparece como la mujer atenta que
se da cuenta de un problema muy importante para los esposos: se ha acabado el
vino, símbolo del gozo de la fiesta. María descubre la dificultad, en cierto
sentido la hace suya y, con discreción, actúa rápidamente. No se limita a
mirar, y menos aún se detiene a hacer juicios, sino que se dirige a Jesús y le
presenta el problema tal como es: «No tienen vino» (Jn 2,3). Y cuando Jesús le
hace presente que aún no ha llegado el momento para que Él se revele (cf. v.
4), dice a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga» (v. 5). Entonces Jesús
realiza el milagro, transformando una gran cantidad de agua en vino, en un vino
que aparece de inmediato como el mejor de toda la fiesta. ¿Qué enseñanza
podemos obtener del misterio de las bodas de Caná para la Jornada Mundial del
Enfermo?
El banquete de bodas de Caná es una imagen de la Iglesia: en
el centro está Jesús misericordioso que realiza la señal; a su alrededor están
los discípulos, las primicias de la nueva comunidad; y cerca de Jesús y de sus discípulos está María, Madre
previsora y orante. María participa en el gozo de la gente común y contribuye a
aumentarlo; intercede ante su Hijo por el bien de los esposos y de todos los
invitados. Y Jesús no rechazó la petición de su Madre. Cuánta esperanza nos da
este acontecimiento. Tenemos una Madre con ojos vigilantes y compasivos, como
los de su Hijo; con un corazón maternal lleno de misericordia, como Él; con
unas manos que quieren ayudar, como las manos de Jesús, que partían el pan para
los hambrientos, que tocaban a los enfermos y los sanaba. Esto nos llena de
confianza y nos abre a la gracia y a la misericordia de Cristo. La intercesión
de María nos permite experimentar la consolación por la que el apóstol Pablo
bendice a Dios: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en
cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los
demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos
consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos
de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2 Co 1,3-5).
María es la Madre «consolada» que consuela a sus hijos.
En Caná se perfilan los rasgos característicos de Jesús y de
su misión: Él es Aquel que socorre al que está en dificultad y pasa necesidad.
En efecto, en su ministerio mesiánico curará a muchos de sus enfermedades,
dolencias y malos espíritus, dará la vista a los ciegos, hará caminar a los
cojos, devolverá la salud y la dignidad a los leprosos, resucitará a los
muertos y a los pobres anunciará la buena nueva (cf. Lc 7,21-22). La petición
de María, durante el banquete nupcial, puesta por el Espíritu Santo en su
corazón de madre, manifestó no sólo el poder mesiánico de Jesús sino también su
misericordia.
En la solicitud de María se refleja la ternura de Dios. Y
esa misma ternura se hace presente también en la vida de muchas personas que se
encuentran junto a los enfermos y saben comprender sus necesidades, aún las más
ocultas, porque miran con ojos llenos de amor. Cuántas veces una madre a la
cabecera de su hijo enfermo, o un hijo que se ocupa de su padre anciano, o un
nieto que está cerca del abuelo o de la abuela, confían su súplica en las manos
de la Virgen. Para nuestros seres queridos que sufren por la enfermedad pedimos
en primer lugar la salud; Jesús mismo manifestó la presencia del Reino de Dios
precisamente a través de las curaciones: «Id a anunciar a Juan lo que estáis
viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios
y los sordos oyen; los muertos resucitan» (Mt 11,4-5). Pero el amor animado por
la fe hace que pidamos para ellos algo más grande que la salud física: pedimos
la paz, la serenidad de la vida que parte del corazón y que es don de Dios,
fruto del Espíritu Santo que el Padre no niega nunca a los que se lo piden con
confianza.
En la escena de Caná, además de Jesús y su Madre, están
también los que son llamados «sirvientes», que reciben de Ella esta indicación:
«Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Naturalmente el milagro tiene lugar por
obra de Cristo; sin embargo, Él quiere servirse de la ayuda humana para
realizar el prodigio. Habría podido hacer aparecer directamente el vino en las
tinajas. Sin embargo, quiere contar con la colaboración humana, y pide a los
sirvientes que las llenen de agua. Cuánto valora y aprecia Dios que seamos
servidores de los demás. Esta es de las cosas que más nos asemeja a Jesús, el
cual «no ha venido a ser servido sino a servir» (Mc 10,45). Estos personajes
anónimos del Evangelio nos enseñan mucho. No sólo obedecen, sino que lo hacen
generosamente: llenaron las tinajas hasta el borde (cf. Jn 2,7). Se fían de la
Madre, y con prontitud hacen bien lo que se les pide, sin lamentarse, sin hacer
cálculos.
En esta Jornada Mundial del Enfermo podemos pedir a Jesús
misericordioso por la intercesión de María, Madre suya y nuestra, que nos
conceda esta disponibilidad para servir a los necesitados, y concretamente a
nuestros hermanos enfermos. A veces este servicio puede resultar duro, pesado,
pero estamos seguros de que el Señor no dejará de transformar nuestro esfuerzo
humano en algo divino. También nosotros podemos ser manos, brazos, corazones
que ayudan a Dios a realizar sus prodigios, con frecuencia escondidos. También
nosotros, sanos o enfermos, podemos ofrecer nuestros cansancios y sufrimientos
como el agua que llenó las tinajas en las bodas de Caná y fue transformada en
el mejor vino. Cada vez que se ayuda discretamente a quien sufre, o cuando se
está enfermo, se tiene la ocasión de cargar sobre los propios hombros la cruz
de cada día y de seguir al Maestro (cf. Lc 9,23); y aún cuando el encuentro con
el sufrimiento sea siempre un misterio, Jesús nos ayuda a encontrarle sentido.
Si sabemos escuchar la voz de María, que nos dice también a
nosotros: «Haced lo que Él os diga», Jesús transformará siempre el agua de
nuestra vida en vino bueno. Así, esta Jornada Mundial del Enfermo, celebrada
solemnemente en Tierra Santa, ayudará a realizar el deseo que he manifestado en
la Bula de convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia: «Este Año
Jubilar vivido en la misericordia pueda favorecer el encuentro con [el
Hebraísmo, el Islam] y con las otras nobles tradiciones religiosas; nos haga
más abiertos al diálogo para conocernos y comprendernos mejor; elimine toda
forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de
discriminación» (Misericordiae Vultus, 23). Cada hospital o clínica puede ser
un signo visible y un lugar que promueva la cultura del encuentro y de la paz,
y en el que la experiencia de la enfermedad y del sufrimiento, así como también
la ayuda profesional y fraterna, contribuyan a superar todo límite y división.
Son un ejemplo para nosotros las dos monjas canonizadas en
el pasado mes de mayo: santa María Alfonsina Danil Ghattas y santa María de
Jesús Crucificado Baouardy, ambas hijas de la Tierra Santa. La primera fue testigo de mansedumbre y de
unidad, ofreciendo un claro testimonio de la importancia que tiene el que
seamos unos responsables de los otros importante es que seamos responsables
unos de otros, de que vivíamos al servicio de los demás. La segunda, mujer
humilde e iletrada, fue dócil al Espíritu Santo y se convirtió en instrumento
de encuentro con el mundo musulmán.
A todos los que están al servicio de los enfermos y de los
que sufren, les deseo que estén animados por el ejemplo de María, Madre de la
Misericordia. «La dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, a fin de
que todos podamos descubrir la alegría de la ternura de Dios» (ibíd., 24) y
llevarla grabada en nuestros corazones y en nuestros gestos. Encomendemos a la
intercesión de la Virgen nuestras ansias y tribulaciones, junto con nuestros
gozos y consolaciones, y dirijamos a ella nuestra oración, para que vuelva a
nosotros sus ojos misericordiosos, especialmente en los momentos de dolor, y
nos haga dignos de contemplar hoy y por toda la eternidad el Rostro de la
misericordia, su Hijo Jesús.
Acompaño esta súplica por todos vosotros con mi Bendición
Apostólica.
Dado en el Vaticano, el 15 de setiembre de 2015
Memoria de Nuestra Señora de los Dolores.
Francisco
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