lunes, 19 de abril de 2021

LOS VOTOS DE DON ORIONE

 

Me es grato recordar aquí que los primeros votos canónicos los hice el 12 de abril de 1903, en la gozosa solemnidad de Pascua, aniversario de mi primera Misa, en la capilla del palacio episcopal de Tortona, en manos de nuestro venerado Obispo, Mons. Igino Bandi.

Un año después, viernes 12 de abril de 1904  los renové en Roma, en la basílica de San Pedro, en el altar de la Confesión, abajo, en la cripta, sobre la tumba del Apóstol Pedro, siempre en manos de nuestro Excmo. Obispo de Tortona, en ocasión de una visita suya “ad limina Apostolorum”. Y fueron renovados allá por el fin propio del Instituto.

La tercera vez los hice de nuevo en Tortona, siempre en manos de nuestro venerado Obispo, en un lugar algo diferente de la espléndida basílica de San Pedro: en la desnuda y escuálida capilla de la cárcel, en presencia de los pobres prisioneros, cuando S. E. el Obispo fue a llevar la comunión pascual a los presos. Pedí hacerlos en ese lugar de dolor y de infelicidad, porque para mí era un lugar muy querido a donde iba cuando era clérigo, con la ayuda de Dios, junto con el canónigo Ratti, y donde la bondad del Señor me había concedido singulares misericordias.

La Pequeña Obra nació a los pies de Jesús Sacramentado, de la Virgen Ssma. y del Obispo y, de algún modo, entre aquella casa de dolor y de miserias morales y el hospital de Tortona. Y el Señor, desde hace varios años, me da el dulce consuelo de que un sacerdote nuestro tenga a su cargo el cuidado espiritual de una y otra casa de dolor.

Pero más aún quise renovar allí los santos votos porque entendía así darme totalmente, con plena libertad y como atado de pies y manos, mente, corazón y voluntad, como verdadero y dulce prisionero de amor, en las manos de la Santa Iglesia; entendía estar vivo y muerto, atado a los pies de la Iglesia, a la voluntad y deseos de la Iglesia; y por divina gracia, lo mismo que entendía también para todos vosotros, queridos hijos en el Señor, y para el Instituto de la  Divina Providencia; de otro modo, ¡que éste no exista!

* * *

Antes de salir de la Audiencia, agradecí a Su Santidad con toda el alma y le afirmé que, con la ayuda del Señor, siempre rezaríamos por él y por la Santa Iglesia, que estaríamos siempre con él. Le pedí una gran bendición, grande como es grande su corazón, como es el corazón de Dios, no sólo para mí, sino también para todos vosotros, sacerdotes, ermitaños, clérigos y coadjutores; para vosotros, queridos y pequeños trabajadores de nuestras Colonias agrícolas; para vosotros, mis siempre inolvidables y queridísimos ex alumnos de todas las Casas. Y el Papa bendijo a todos, con gran ternura.

Debo confesaros que entonces el S. Padre se adelantó y me sacó casi las palabras de la boca, acordándose de vosotros, mis benefactores y piadosas y generosas benefactoras nuestras. Me dijo que les llevara su bendición, y os puedo asegurar que se dignó detenerse hablando de vosotros y de todos los nuestros con particularísima benevolencia. Con suave efusión bendijo todas las obras emprendidas por nosotros y a todas las familias nuestras y vuestras.

Por lo tanto, comunico a todos la más amplia y consoladora Bendición Apostólica, exhortándoos a rezar fervientemente por el Vicario de Jesucristo y por su preciosa conservación. El S. Padre Pío X será siempre nuestro sumo Benefactor.

Quise besarle el sagrado pie y la mano por mí y por vosotros, y con ese acto renové en mi corazón por mí y por todos los de la Providencia, nuestro gran juramento de fidelidad al Papa, de adhesión al Papa, de estar, con la ayuda del Señor, siempre a los pies del Papa, pequeños y humildes; de escucharlo, como si hablase Dios; de seguirlo siempre, como debemos seguir cada día a Dios; de defender hasta la muerte la libertad, la independencia plena y efectiva de la S. Iglesia de Dios: todos sus derechos, sus Obispos y su Jefe visible, el Padre de nuestra Fe y de nuestras almas, ¡el Papa!

Y cuando levanté la cabeza de la mano del S. Padre, ésta tal vez le quedó mojada por alguna lágrima suave y dulcísima. Así, con el alma desbordante de gozo espiritual y recitando más de un Te Deum, bajé y cuando salí del Vaticano fui a San Pedro a cantar himnos y acciones de gracia a la infinita

misericordia del Señor. Haec dies quam fecit Dominus: exultemus et laetemur inea!

Me parecía que también nuestros queridísimos e inolvidables hermanos

–consumados de amor dulcísimo por el Papa, por la Madre Iglesia y por las almas en esta Obra de la Divina Providencia y que nos han precedido, como pequeños corderos de Dios, en la Patria celestial, donde esperaremos que estén– estaban allá a mi alrededor, alrededor de la tumba de S. Pedro, exultando junto con su pobre padre. Y que estaban sus ángeles y sus santos con vuestros ángeles y vuestros santos, queridos hijos míos. Y que los dos testigos angelicales estaban allá con los ángeles de todos nuestros huérfanos y alumnos.

Y que todos los santos y beatos protectores nuestros, de las Casas y de la Congregación, y la misma Bienaventurada Madre de la Divina Providencia se habían dignado bajar con el coro de las santas vírgenes y mártires para glorificar al Señor.

¿Qué será entonces el Paraíso?

* * *

¡Ah! ¡Que el recuerdo de nuestro S. Padre Pío X sea bendecido por todos los pequeños hijos de la Divina Providencia! ¡Que sea bendecido de generación en generación! ¡Que todos se reflejen en él, admirable por virtud y por prudencia y por la sabiduría de su gobierno! Su fuerza apostólica singularmente grande será el terror y la confusión de los enemigos externos e internos de la Iglesia de Roma; y su fe divina e inquebrantable, porque es la fe de Pedro, será el con[1]suelo de los verdaderos hijos de la Iglesia y la Salvaguardia de la sociedad civil.

La simplicidad y la caridad de este humildísimo y gran Papa, su generosidad ante todas las desventuras, su piedad profunda y su devoción a la Ssma. Eucaristía, la vida pastoral y la perfección a las que quiso educar el alma del clero secular y regular, su obra en pro de la disciplina eclesiástica es solicitud iluminada, es fuego ardiente de divino amor.

La Providencia lo ha suscitado a él –Papa del clero– para restaurar todas las cosas en Cristo. Por este amor, por esta atención cotidiana hacia el clero, su nombre será grande en la tierra y tendrá una corona más grande aún en el cielo.

Y su acción dirigida a Dios y a las almas, acción firme y pacífica, modesta y potente, difunde ya un mayor espíritu de fe y da a los pueblos una vida cristiana más intensa y más práctica.

¡Que no suceda nunca que seamos hombres de fe lánguida! Tenemos al Papa y a la Providencia Divina que sabe sacar siempre de cada mal grandísimos bienes religiosos y sociales. Y hoy mismo, cuando todos estamos afligidos por las dolorosísimas condiciones en que están la Iglesia y su Vicario, el Celestial Agricultor ya difunde las semillas de una mies de triunfos, destinadas a fructificar en las horas de las divinas misericordias.

Hijos míos, en estas circunstancias me parece que tengo que abriros el corazón y deciros que veo que llega para la Iglesia la hora de las pruebas extremas. La secta no retrocederá ni se detendrá, no, no nos engañemos. ¡Humillémonos, en cambio, bajo la mano de Dios, besémosla y bendigámosla, porque mortifica y vivifica, deducit ad inferos et reducit!

Pero sean cuales fueren las extremas pruebas que el poder de las tinieblas, que domina ahora en el mundo, se apronta a tentar especialmente contra el Vicario de Cristo para hacer el vacío a su alrededor, confiemos en el Señor que los poderes del infierno non praevalebunt. “Est Deus in Israel: que nada te turbe”, exclamaba el venerable Don Bosco, en otros terribles momentos para la Iglesia.

Sí, queridos hijos, el Señor Jesús está con su Iglesia, anima su Iglesia y no abandonará a su Santo Vicario en las manos de sus enemigos; Jesús nada ama más que la libertad de su Iglesia y de su Vicario. Pero ha llegado la hora de que todos tomen posición clara: o con el Papa en todo o contra el Papa. Estrechémonos humilde y fuertemente a su alrededor, como firme baluarte del reino de Cristo. Debemos estar decididos a dar el corazón, la mente, el alma, la vida y todo con tal de liberar a la Iglesia y a su Jefe, el Papa, y de defender su libertad.

La verdad y la Infalibilidad, encerradas en un solo hombre, el Vicario de Jesucristo, no pueden ser esclavas ni estar en poder, aunque sea sólo aparentemente, de ninguna potestad humana. ¡Ay del día en que esto sucediera! Sería un día de incalculable perturbación para la cristiandad y a la vez de amenaza para la unidad misma de la Iglesia.

¡A esto se dirigió siempre la secta! Pero el día de Dios, el poder de Dios nunca está tan cerca como cuando los enemigos de la Iglesia se ríen de ella porque no la ven, porque no le creen o la piensan tan lejana como si no existiera. Entonces Dominus prope est!

Por lo demás, el que tenga Fe que no tenga apuro, dice el profeta Isaías:

Qui crediderit, non festinet. Nuestro sentimiento, que es ciego y está acostum[1]brado a actuar con la rapidez propia de los instintos, está impaciente por ver el final que van a parar los acontecimientos y se hastía ante toda demora, y los más débiles fluctúan en la duda o ceden.

No nos dejemos vencer por la ansiedad, hijos míos, y no dudemos jamás, pase lo que pase, de la fidelidad de las divinas promesas. La providencia de Dios, que alimenta a los pájaros del aire y viste los lirios del campo, proveerá a la Iglesia: la Providencia de Dios, que desde el centro de la eternidad domina los siglos, no puede temer que le falte el tiempo para cumplir los designios del Altísimo y el triunfo de la Iglesia.

Descansemos el corazón abandonándolo en sus brazos y trabajemos y recemos, y recemos y trabajemos, esperando ese tiempo, que no sabemos cuándo pero que ciertamente llegará, porque el que finalmente vence es siempre Dios.

* * *

Pero es necesario, queridos míos, que nos afirmemos bien en las enseñanzas del Señor, que nos viene con seguridad del Sumo Pontífice, de las Sagradas Congregaciones de Roma y de los Obispos, y que especialmente hoy nos cuidemos de los enemigos internos, sembradores de cizaña y abogados de la muerte más que de la verdad. Hijos de la Providencia, dejémonos gobernar por la Providencia, pero por medio de la Iglesia que nos ha dado Dios, y estemos perinde ac cadaver en sus manos. Dejémonos guiar, llevar, manejar adonde sea y como sea por la Sede Apostólica: éste es el espíritu y la mente de la pequeña Congregación. Supliquemos cada día a Dios que no permita que nuestra Congregación se vea invadida por las máximas que trastornan tantas cabezas, por el espíritu funesto

de novedad, de insubordinación, de soberbia en el pensar, hablar y actuar con el que se pretende desmentir a los doctores más estimados y venerados por los católicos, se trata de desacreditarlos y casi se los compadece, y se llega hasta atentar contra la divina constitución de la Iglesia y a arrancar, si es posible, las raíces mismas de nuestra fe.

Seamos sordos cuando alguien nos habla haciendo caso omiso del Papa o no explícitamente en favor del Papa y de la sana y exacta doctrina de la Iglesia; éstos no son la plantación del Padre celestial, sino brotes malignos de herejía, que fruto mortífero.

Quienes no son un solo corazón con los Obispos y con el Sucesor de S. Pedro, son, para mí, columnas sepulcrales y tumbas de muertos, sobre las cuales están grabados solamente los nombres de los hombres vanos que con hipocresía llevan el nombre de católicos. Como en realidad no participan en el cáliz de la Madre Iglesia del Vicario de Cristo y así están afectados por una enfermedad difícilmente curable, hay que temer mucho que mueran en la impenitencia y no participen en la resurrección de la vida eterna del alma y del cuerpo en la incorruptibilidad del Espíritu Santo, porque son los corruptores de la fe pura por la cual Jesucristo fue crucificado, y trabajan con mucha astucia contrala S. Iglesia de Roma, Madre y Maestra de todas las Iglesias, en la cual reside la plenitud de la autoridad fundada sobre la tierra por Nuestro Señor Jesucristo.

Hijos y Amigos míos en el Señor: amemos a la S. Iglesia, amemos al Papa y a los Obispos apasionadamente. Nacidos en estos últimos tiempos, tiempos de nuevos peligros, no cesemos nunca, nunca, nunca de dar al mundo ejemplos luminosos de entrañable afecto, de humildad, de obediencia total, de caridad hacia la Iglesia y hacia el Papa. Tengamos presente la augusta pobreza a la que ha sido reducida la Sede Apostólica, las catacumbas morales que se van preparando a la Iglesia Madre de Roma y al Papa; y tengámonos por muy honrados si nos es dado hacer o padecer algo por la santa causa de la Iglesia y del Papa, que es la causa de Dios. Amemos a la S. Iglesia con toda nuestra mente, teniendo siempre como nuestras todas las doctrinas suyas y de su Jefe visible, el Romano Pontífice. Amémosla con todo nuestro corazón, como un buen hijo ama a una madre y una Madre tal como es la Iglesia; como un buen hijo ama a un padre y un Padre tal

como es el S. Padre.

* * *

¡El Papa! Este es nuestro credo y el único credo de nuestra vida y de nuestro Instituto.

El Apóstol Pablo, en la primera carta a los corintios dice que sea anatema quien no ama a Jesucristo; pero también lo será, hijos míos, quien no ama al Vicario de Jesucristo, el Papa.

¡Dichosos nosotros si pudiéramos hacer algo o padecer persecución por defender al Papa! ¡Más dichoso aún si Dios nos hiciera dignos de dar hasta la vida por su Vicario! Sería una prenda sagrada de la vida eterna que el Señor ha prometido y preparado en el cielo para sus fieles servidores.

Somos pocos, pequeños y débiles, pero nuestra gloria, queridos Hijos dela Divina Providencia, ha de consistir en que nadie nos venza en amar con todas nuestras fuerzas al Papa y a la Iglesia, que es la Esposa dilecta de Jesucristo: la santa e inmaculada Esposa del Verbo Humanado. La Iglesia es suya, es obra suya, como dice el Apóstol S. Juan en el capítulo XVII. Y es también nuestra Madre dulcísima y, hasta el fin de los siglos, el objeto de las complacencias de Aquel que es la complacencia del Padre Celestial: la Columna de la verdad, término último de todo eterno consejo.

Que nadie, entonces, nos venza en la sinceridad del amor, en la devoción, en la generosidad hacia la Madre Iglesia y el Papa; que nadie nos venza en trabajar para que se cumplan los deseos de la Iglesia y del Papa, para que se conozca, se ame a la Iglesia y al Papa. Que nadie nos venza en seguir las directivas pontificias, todas; sin reticencias y sin lamentaciones, sin frialdades y sin titubeos. Adhesión plena, filial y perfecta –de mente, de corazón y de obras–, no sólo en todo lo que el Papa, como Papa, decide solemnemente en materia de dogma y de moral, sino en todo, sea lo que sea, que El enseña, ordena y desea.

Que nadie nos venza en las atenciones más afectuosas hacia el Papa y en sacrificarnos y anhelar todos los días y a toda hora ser como holocaustos vivientes de reverencia y de amor tiernísimo a la Iglesia y a nuestro dulce Cristo visible en la tierra, el Papa. “Que el Señor nos preserve –os diré, hijos míos, con Ausonio Franchi, el célebre y demasiado pronto olvidado autor de la Ultima Crítica– de la arrogancia y de la temeridad más que necia de constituirnos en jueces de las advertencias y de los preceptos del Papa. Que nos salve de la diabólica soberbia de querer reglamentar y limitar sus derechos y sus poderes.

No nos corresponde a nosotros juzgar a quien tiene en la tierra el lugar de Dios, a quien es el representante sumo de su autoridad y el intérprete infalible de su palabra. A nosotros nos toca solamente creer cuanto Él dice y hacer todo lo que Él quiere. Que el juicio del Papa sea el criterio de nuestros juicios, su voluntad sea la ley de nuestro querer y la norma de nuestro actuar.”

Y no sólo sus órdenes formales, sino también sus consejos, sus simples

deseos deben ser siempre considerados y siempre secundados como la expresión de lo que gusta a Dios, de lo que Dios quiere de nosotros y que nosotros, con la gracia de Dios, debemos observar sin discutir. Al Papa se lo debe mirar como a Dios mismo: “cuando habla el Papa, habla Jesucristo”, decía siempre Don Bosco.

Estar en todo con el Papa quiere decir estar en todo con Dios; amar al Papa quiere decir amar a Dios; no se ama de veras a Dios y al eterno Pontífice Jesucristo, Hijo de Dios, si de veras no se ama al Papa. Amar a Dios, amar a Jesucristo, Dios y Salvador nuestro, y amar al Papa es el mismo amor.

Nuestro Amor, Jesucristo, ha sido crucificado. ¡Ah! Que todos y siempre seamos un corazón, una mente y un alma sola en el Corazón adorable de Jesucristo Crucificado, y crucificados juntamente con El.

Nuestro Amor, el Papa, está moralmente crucificado. ¡Ah! que todos y siempre seamos un corazón, una mente y un alma sola en el corazón de la Iglesia, que es el Papa: en el calvario con él, crucificados juntamente con él.

“A Jesús se lo ama en la Cruz o no se lo ama de ninguna manera”, decía el Venerable Padre Ludovico de Casoria; la misma, idéntica cosa es con el Papa:

al Papa se lo ama en la cruz, y quien se escandaliza de la humillación a la que se ve reducido, quien no lo ama en la cruz, no lo ama de ninguna manera.

Y más que nunca en estos tiempos desgraciados, en que la Iglesia está herida y tiene cruelmente desgarradas sus entrañas, ocupémonos, queridos hijos y Amigos, en calmar como mejor podamos sus dolores, tratando de ser ejemplo y modelo de virtud para todos, para que nuestra vida y todos nuestros actos atestigüen de qué Madre somos engendrados, y la Iglesia y el Vicario de Jesucristo siempre puedan complacerse y honrarse con nosotros, aunque seamos tan pobrecito.

¡Así y sólo así estará con nosotros la bendición de Dios!

El Señor nos preserve y tenga misericordia de nosotros y la bendición del Señor esté sobre nosotros, como prenda de la futura resurrección nuestra y de la eterna beatitud.

* * *

¡Oh Santísima Virgen, ¡Madre de Dios, ¡dulce Virgen mía, ayúdanos Tú que eres también nuestra Madre!

Somos los más pequeños siervos de tu Divino Hijo Jesús; somos los hijos más pequeños de su Iglesia; somos tus más pequeños, dulcísima Madre de misericordia.

Confiamos en ti; somos todos tuyos; estamos todos en tus manos: ¡ayúdanos, Santísima Virgen! Custódianos, bendícenos, haznos crecer en el amor a tu Divino Hijo y a su Santo Vicario en la tierra, el Papa.

Mira a Jesús y a la Iglesia, que es su obra, pero que también lo es tuya;  mira a nuestras almas, por las cuales has confundido tus lágrimas con la sangre  de Nuestro Señor Crucificado, querida Virgen nuestra, Esperanza nuestra,

Madre nuestra.

* * *

Cuando me levanté de los pies benditos del Papa y alcé la mirada hacia él, vi que la fe en el triunfo y en la paz de la Iglesia, a la que antes hice mención, iluminaba, diría que visiblemente, su frente serena y blanca y toda su blanca y augusta persona.

Vuestro afmo. en el Señor

Sac. Luis Orione de la Divina Providencia Hijos y Amigos míos en el Señor: amemos a la S. Iglesia, amemos al Papa y a los Obispos apasionadamente. Nacidos en estos últimos tiempos, tiempos de nuevos peligros, no cesemos nunca, nunca, nunca de dar al mundo ejemplos luminosos de entrañable afecto, de humildad, de obediencia total, de caridad hacia la Iglesia y hacia el Papa. Tengamos presente la augusta pobreza a la que ha sido reducida la Sede Apostólica, las catacumbas morales que se van preparando a la Iglesia Madre de Roma y al Papa; y tengámonos por muy honrados si nos es dado hacer o padecer algo por la santa causa de la Iglesia y del Papa, que es la causa de Dios. Amemos a la S. Iglesia con toda nuestra mente, teniendo siempre como nuestras todas las doctrinas suyas y de su Jefe visible, el Romano Pontífice. Amémosla con todo nuestro corazón, como un buen hijo ama a una madre y una Madre tal como es la Iglesia; como un buen hijo ama a un padre y un Padre tal como es el S. Padre.

 

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¡El Papa! Este es nuestro credo y el único credo de nuestra vida y de nuestro Instituto. El Apóstol Pablo, en la primera carta a los corintios dice que sea anatema quien no ama a Jesucristo; pero también lo será, hijos míos, quien no ama al Vicario de Jesucristo, el Papa. ¡Dichosos nosotros si pudiéramos hacer algo o padecer persecución por defender al Papa! ¡Más dichoso aún si Dios nos hiciera dignos de dar hasta la vida por su Vicario! Sería una prenda sagrada de la vida eterna que el Señor ha prometido y preparado en el cielo para sus fieles servidores. Somos pocos, pequeños y débiles, pero nuestra gloria, queridos Hijos de la Divina Providencia, ha de consistir en que nadie nos venza en amar con todas nuestras fuerzas al Papa y a la Iglesia, que es la Esposa dilecta de Jesucristo: la santa e inmaculada Esposa del Verbo Humanado. La Iglesia es suya, es obra suya, como dice el Apóstol S. Juan en el capítulo XVII. Y es también nuestra Madre dulcísima y, hasta el fin de los siglos, el objeto de las complacencias de Aquel que es la complacencia del Padre Celestial: la Columna de la verdad, término último de todo eterno consejo.

 

 Que nadie, entonces, nos venza en la sinceridad del amor, en la devoción, en la generosidad hacia la Madre Iglesia y el Papa; que nadie nos venza en trabajar para que se cumplan los deseos de la Iglesia y del Papa, para que se conozca, se ame a la Iglesia y al Papa. Que nadie nos venza en seguir las directivas pontificias, todas; sin reticencias y sin lamentaciones, sin frialdades y sin titubeos. Adhesión plena, filial y perfecta –de mente, de corazón y de obras–, no sólo en todo lo que el Papa, como Papa, decide solemnemente en materia de dogma y de moral, sino en todo, sea lo que sea, que El enseña, ordena y desea. Que nadie nos venza en las atenciones más afectuosas hacia el Papa y en sacrificarnos y anhelar todos los días y a toda hora ser como holocaustos vivientes de reverencia y de amor tiernísimo a la Iglesia y a nuestro dulce Cristo visible en la tierra, el Papa. “Que el Señor nos preserve –os diré, hijos míos, con Ausonio Franchi, el célebre y demasiado pronto olvidado autor de la Ultima Crítica– de la arrogancia y de la temeridad más que necia de constituirnos en jueces de las advertencias y de los preceptos del Papa. Que nos salve de la diabólica soberbia de querer reglamentar y limitar sus derechos y sus poderes. No nos corresponde a nosotros juzgar a quien tiene en la tierra el lugar de Dios, a quien es el representante sumo de su autoridad y el intérprete infalible de su palabra. A nosotros nos toca solamente creer cuanto El dice y hacer todo lo que El quiere. Que el juicio del Papa sea el criterio de nuestros juicios, su voluntad sea la ley de nuestro querer y la norma de nuestro actuar.” Y no sólo sus órdenes formales, sino también sus consejos, sus simples deseos deben ser siempre considerados y siempre secundados como la expresión de lo que gusta a Dios, de lo que Dios quiere de nosotros y que nosotros, con la gracia de Dios, debemos observar sin discutir. Al Papa se lo debe mirar como a Dios mismo: “cuando habla el Papa, habla Jesucristo”, decía siempre Don Bosco. Estar en todo con el Papa quiere decir estar en todo con Dios; amar al Papa quiere decir amar a Dios; no se ama de veras a Dios y al eterno Pontífice Jesucristo, Hijo de Dios, si de veras no se ama al Papa. Amar a Dios, amar a Jesucristo, Dios y Salvador nuestro, y amar al Papa es el mismo amor. Nuestro Amor, Jesucristo, ha sido crucificado. ¡Ah! Que todos y siempre seamos un corazón, una mente y una alma sola en el Corazón adorable de Jesucristo Crucificado, y crucificados juntamente con El. Nuestro Amor, el Papa, está moralmente crucificado. ¡Ah! que todos y siempre seamos un corazón, una mente y un alma sola en el corazón de la Iglesia, que es el Papa: en el calvario con él, crucificados juntamente con él. “A Jesús se lo ama en la Cruz o no se lo ama de ninguna manera”, decía el Venerable Padre Ludovico de Casoria; la misma, idéntica cosa es con el Papa: al Papa se lo ama en la cruz, y quien se escandaliza de la humillación a la que se ve reducido, quien no lo ama en la cruz, no lo ama de ninguna manera. Y más que nunca en estos tiempos desgraciados, en que la Iglesia está herida y tiene cruelmente desgarradas sus entrañas, ocupémonos, queridos hijos y Amigos, en calmar como mejor podamos sus dolores, tratando de ser ejemplo y modelo de virtud para todos, para que nuestra vida y todos nuestros actos atestigüen de qué Madre somos engendrados, y la Iglesia y el Vicario de Jesucristo siempre puedan complacerse y honrarse con nosotros, aunque seamos tan pobrecito. ¡Así y sólo así estará con nosotros la bendición de Dios! El Señor nos preserve y tenga misericordia de nosotros y la bendición del Señor esté sobre nosotros, como prenda de la futura resurrección nuestra y de la eterna beatitud.

 

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 ¡Oh Santísima Virgen, Madre de Dios, dulce Virgen mía, ayúdanos Tú que eres también nuestra Madre! Somos los más pequeños siervos de tu Divino Hijo Jesús; somos los hijos más pequeños de su Iglesia; somos tus más pequeños, dulcísima Madre de misericordia. Confiamos en ti; somos todos tuyos; estamos todos en tus manos: ¡ayúdanos, Santísima Virgen! Custódianos, bendícenos, haznos crecer en el amor a tu Divino Hijo y a su Santo Vicario en la tierra, el Papa. Mira a Jesús y a la Iglesia, que es su obra, pero que también lo es tuya; mira a nuestras almas, por las cuales has confundido tus lágrimas con la sangre de Nuestro Señor Crucificado, querida Virgen nuestra, Esperanza nuestra, Madre nuestra. * * * Cuando me levanté de los pies benditos del Papa y alcé la mirada hacia él, vi que la fe en el triunfo y en la paz de la Iglesia, a la que antes hice mención, iluminaba, diría que visiblemente, su frente serena y blanca y toda su blanca y augusta persona. Vuestro afmo. en el Señor Sac. Luis Orione de la Divina Providencia

 

 

 

domingo, 18 de abril de 2021

VOTOS PERPETUOS DE DON ORIONE EN MANOS DE SAN PIO X

 Carta confidencial dirigida a sus religiosos, alumnos y benefactores, después  de la memorable audiencia del 19 de  abril de 1912 con el S. Padre Pío X.

Tortona, Pentecostés de 1912.

Queridísimos en Jesucristo:

El 19 de abril de este año será un día de eterno recuerdo. Eran las 12 cuando fui conducido ante nuestro Santo Padre Pío X, en audiencia privada.

Estaba allí, de blanco y sonriente, en su oficina, de pie ante la mesa de trabajo, y me miraba con su mirada llena de dulcísimo amor. Yo sentía una gran necesidad de postrarme a sus pies y escucharlo sobre muchas cosas, si bien lo había visto ya el jueves santo (4 de abril), cuando había conseguido escuchar la Misa y satisfacer un vivo deseo mío de recibir la Comunión pascual de sus manos veneradas.

Me arrodillé ante él con todo el amor de un hijo, besándole afectuosísimamente el pie y la mano. El Papa se sentó y con toda su bondad de Padre quiso que me sentara al lado y que lo informara; con mucho afecto me pidió noticias muy detalladas sobre la naciente Congregación. También esta vez se dignó, como siempre, mostrar un amor especial hacia la Pequeña Obra de la Divina Providencia; y aquí también se ve la gran humildad del Vicario de Nuestro Señor Jesucristo. Ante tanta afabilidad yo estaba muy confundido, pero pude referir lo que vosotros, queridos míos, hacéis con la ayuda de la Providencia de Señor; observé que el Santo Padre se conmovía grandemente y se interesaba por nuestra pequeñez –¡amado Santo Padre! –, por nuestra nada, y sonreía a cada buena noticia, como quien escucha algo que le agrada y se alegra en Dios.

* * *

El Papa habló también de una obra muy importante y muy deseada por él, que debía realizarse en Roma, más allá de la Puerta de San Juan de Letrán, obra no sólo de culto, sino de un trabajo práctico de formación cristiana para la juventud y para el bien religioso, moral y civil de toda una considerable población. Saliendo de la Puerta de San Juan, no existía, hasta pocos años atrás, ninguna iglesia abierta al culto, mientras la población crecía cada día más; hoy llega tal vez a diez mil habitantes. Por casi dos kilómetros la Via Appia Nuova está flanqueada por casas-quintas y hosterías, casas populares y algunos edificios que son verdaderos viveros humanos.

Un día –el 9 de diciembre de 1906–, el S. Padre me dijo ”¿Sabes que más allá de la Puerta de San Juan se está como en la Patagonia? Muchos son cristianos porque los llevaron a bautizar a San Juan de Letrán, pero por lo demás está todo por hacerse”.

Algún tiempo antes, un Arzobispo de América había llamado a la Pequeña Obra de la Divina Providencia al Brasil para confiarle una inmensa zona para evangelizar. El Señor permitió que entonces no se fuera allí, y ahora el Santo Padre encomendaba a nuestra misión las mismas Puertas de Roma y, después del terremoto, el otro trabajo que ya conocéis.

Por la benevolencia y con la ayuda de Su Eminencia Revma. el Señor Cardenal Respighi, vicario de Su Santidad, y del Revmo. Mons. Faberi, asesor del Vicariato, se pudo alquilar un local a un kilómetro de la Puerta. Una doble caballería fue limpiada y, transformada en iglesia provisoria, fue abierta al público. Se empezó con los ejercicios espirituales, que en un comienzo fueron molestados por algunos malintencionados, quienes, por espíritu sectario, no querían ver a los sacerdotes; hoy hay allí cuatro sacerdotes que trabajan, pero no pueden hacerlo todo, y otros obreros evangélicos, llenos de buena voluntad y de salud, se están preparando para ir a ampliar el trabajo de ellos. Durante el año, se administran ya entre diez y doce mil Comuniones, que forman el fondo espiritual de otro trabajo que se hará; se constituyó un Círculo Juvenil, la Compañía de los Luises, la floreciente Unión de las Madres Cristianas y se publica un boletín quincenal, “La Cruz”. Ahora surgirá allí, por la munificencia del S. Padre, una hermosa iglesia que será parroquia; un día le pregunté cómo deseaba que se llamara y él dijo: “Que se llame de Todos los Santos”. Me parece que la Divina Providencia se dignará hacer surgir junto a la  iglesia un gran Oratorio popular en bien de la juventud, tan insidiada en la fe y  en las buenas costumbres; y anexas estarán las obras parroquiales, especial[1]mente para los padres de familia y para las organizaciones obreras cristianas; se abrirán escuelas vespertinas y de religión; habrá biblioteca popular, un teatrito, un buen cine y cuanto se necesita hoy para hacer un poco de bien para salvar las almas.

Está de más que os diga que para este santo fin me dirigiré confiadamente a pedir ayuda espiritual y material a todos mis beneméritos Amigos y Cooperadores de la Providencia, porque no os oculto que para esta obra querida por el Papa y de supremo bien para miles y miles de almas, se necesitará dinero, queridos Benefactores, mucho dinero; la Providencia del Señor mandará el dinero también por vuestra mano. Mientras tanto, hay que rezar y trabajar, rezar y trabajar in Domino, sin demora y sin interrupciones, con solicitud y a la par con paz espiritual, todos los que quieran ayudarnos, los que quieren salvar almas, cada uno según la gracia de Dios y sus fuerzas.

* * *

¡Almas y almas! Este es nuestro suspiro y nuestro grito: ¡almas y almas!

Y trabajar con humildad, con simplicidad y fe, y después adelante en nombre del Señor, sin perturbarnos nunca; adelante con confianza, que es Dios quien hace todo, El que es el único que conoce las horas y los momentos de sus obras y  tiene en sus manos a todos y todo. Adelante con fe vivísima, con confianza total y filial en el Señor y en su Iglesia, porque es bien pobre el hombre o la institución humana que cree hacer algo.

El Señor es el que hace y si El no edifica la casa, en vano trabajan quienes la edifican. Tenía necesidad, entonces, de conocer claramente la voluntad de Dios sobre muchas cosas, y por eso, cuando me encontré ante el Santo Padre, sin dejar de lado la suma reverencia que se le debe, animado por su bondad, abrí al Papa mi alma, exponiéndole todo lo que me parecía que debía decirle. Y la palabra del Vicario de Jesucristo llegó clara, precisa y llena de fe y de paterna  bondad.

¡Oh, Dios mío! ¡Qué dulzura es hablar con nuestro Santo Padre Pío X! Él tiene las palabras de vida eterna. ¡Cuánta serenidad y purísima confianza en el Señor hay en el corazón del Papa! ¡Cuánta luz divina lo guía en el gobierno de la Iglesia!

Si antes de estar con él, en algunas cosas caminaba casi en la oscuridad, como ya dije, después de estar a sus pies, como un niño, me pareció de repente que la dulce luz de Dios llovía sobre mí de manera que toda tiniebla desaparecía y era vencida, y esa luz iba creciendo suavemente en el alma y resplandecía dentro de mí, tanto que me encontraba caminando a la luz bella y alta de un sol.

Y ya no me costaba discernir, sino que era como si me condujeran, y el andar se me hizo llevadero y ligero, y no me queda más que caminar veloz con esa suave y santa gracia de amor a Dios y a las almas, con mucha humildad, con la exultación del espíritu y bendiciendo en mi corazón al Señor, siempre bueno y misericordioso. Os confieso, mis queridos hijos y benefactores, que esta audiencia papal no fue para mí sólo un dulcísimo gozo, sino que siento que me ha renovado totalmente en Cristo y me ha alentado a servir a la Iglesia, porque ha dejado en mí un deseo más vivo y fuerte de consagrarme eternamente a amar a Dios y a sembrar en los corazones, especialmente de los pequeños y del pueblo, el dulce amor de Dios y del Papa. ¡Qué consuelos inefables se tienen estando

humilde y fielmente a los pies de la Iglesia y de la Sede Apostólica!

* * *

Y aquí, queridísimos hermanos míos en el Señor, ex alumnos y óptimos benefactores de nuestros huérfanos, que siempre me habéis ayudado con tanta caridad de corazón y de obras, aun en los momentos de mayores angustias y dificultades, no debo callar un hecho de capital importancia, memorable para la vida y el porvenir de la pequeña Congregación del cual se puede decir que es el

solemne nacimiento de ésta. Como ya lo fue para mí, también a todos vosotros –que amáis a la Divina Providencia o habéis crecido entre sus brazos maternales o la servís y socorréis en sus niños pobres o abandonados– os resultará de inmenso e insuperable gozo, si bien en el momento de hablar de esto casi tengo vergüenza, porque sé bien qué miserable soy y siento todavía que tengo que humillarme delante de Nuestro Señor y de nuestra Santísima Madre por tan insigne favor; y mientras agradezco siempre la bondad de Dios y del Santo Padre, me siento impulsado a exclamar: ¡el Señor, el Señor lo hizo, y es cosa admirable a nuestros ojos!

En esos santos momentos, viendo la gran confianza del Santo Padre, su paterna y divina caridad hacia la Pequeña Obra, osé pedirle una gracia grandísima. Y el Santo Padre, sonriendo, me dijo: “Veamos cuál es esa grandísima gracia”.

Entonces le dije humildemente que fin primero y fundamental de nuestro Instituto era dirigir todos nuestros pensamientos y nuestras acciones al incremento y a la gloria de la Iglesia, a difundir y establecer primero en nuestros corazones y luego en el de los pequeños el amor al Vicario de Jesucristo; por eso, debiendo hacer los votos religiosos perpetuos, le rogaba que se dignara, en su caridad, recibirlos en sus manos, siendo y queriendo ser este Instituto todo amor y totalmente del Papa.Y el S. Padre me dijo enseguida y con mucho gusto que sí, nunca podré decir con cuánto consuelo para mi alma. Le agradecí y la Audiencia continuó. Cuando estaba por terminar, pregunté a Su Santidad cuándo debía volver para los santos votos. Y nuestro Santo Padre me respondió: “Puede ser ahora mismo”.

* * *

¡Dios mío! ¡Qué momento fue aquél!

Me puse de rodillas ante el Santo Padre, le abracé y le besé los pies benditos; saqué del bolsillo un librito que había llevado conmigo, presintiendo la gracia, y que los pequeños Hijos de la Divina Providencia conocerán; lo abrí donde estaba la fórmula de los santos votos y donde ya había puesto una señal. Pero en aquel momento tan solemne y santo, recordé que según las normas canónicas se necesitaban dos testigos, y los testigos no estaban, puesto que la Audiencia era privada.

Entonces levanté los ojos al S. Padre y me animé a decirle: Padre Santo, como Vuestra Santidad sabe se necesitarían dos testigos, a no ser que Vuestra Santidad se digne dispensar. Y el Papa, mirándome con mucha dulzura y con una sonrisa celestial en los labios, me dijo: Serán Testigos mi Ángel custodio y el tuyo. ¡Qué felicidad de Paraíso! Amado Jesús; ¡cómo me has confundido por ese poco de amor que, por tu gracia, te tengo a Ti y a tu dulce Vicario en la tierra! ¡Bendito seas eternamente, ¡Señor mío, bendito seas eternamente!

Postrado a los pies del S. Padre Pío X como a los pies mismos de Nuestro Señor Jesucristo, en presencia de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, habiendo invocado a mi dulce y Beatísima Madre nuestra, la Ssma. Virgen María, Inmaculada Madre de Dios, al glorioso San Miguel Arcángel, a mi amadísimo San José y a los Bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, y a todos los San[1]tos y a todos los Ángeles del Cielo, emití mis votos religiosos perpetuos y una especial y solemne promesa: un explícito y verdadero juramento de amor hasta mi consumación y de fidelidad eterna a los pies y en las manos del Vicario de Cristo. ¡Y dos Ángeles eran testigos, y uno era el de nuestro Santo Padre!

Me incliné profundamente hasta el suelo, mientras el Papa extendía su mano sobre mi pobre cabeza para bendecirme; yo sentía que la Bendición Apostólica descendía y me envolvía completamente por dentro y por fuera, como si Dios viniera a mí, mientras la voz suavísima y santa del Papa conti[1]nuaba la grande, tan consoladora y amplísima bendición.

¡Oh Señor, qué bueno sois, amado Señor! ¡Todo sea a vuestro honor y gloria! ¡Bendito sea el Señor todos los días! Confirma hoc, Deus, quod operatus es in nobis: Alleluja!

Hijos míos, alabemos al Señor: Alleluja!... Alleluja! Y que su misericordia, que desciende de las nubes hasta sus más pequeñas creaturas, confirme lo que El ha hecho.

Alleluja! Confitemini Domino, quoniam bonus: quoniam in saeculum mi[1]sericordia Eius. Alabemos al Señor porque es bueno, porque su misericordia es eterna.

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domingo, 11 de abril de 2021

12 ABRIL 1903, APROBACIÓN EPISCOPAL DE LA OBRA

LA APROBACIÓN EPISCOPAL DE LA OBRA
Documento agregado el 20/01/2009
Tortona, 12 de abril de 1903. J.P.A.M. "Instaurare omnia in Christo" (San Pablo) A los queridísimos Aspirantes y Novicios de nuestra pequeñísima Congregación, a los queridísimos y venerados hermanos e hijos míos en el servicio de la Divina Providencia, Coadjutores, Ermitaños y Clérigos, y también a vosotros, veneradísimos Sacerdotes de la Obra, compañeros y hermanos dulcísimos en el divino servicio y en las entrañas del Corazón Sacratísimo del amado Señor y Padre Nuestro Jesucristo Crucificado, vida y misericordia de nuestras almas, y en María Santísima Inmaculada, dulce Madre nuestra: Pax vobis! La paz del Señor esté con vosotros, con todos vosotros, con vosotros ahora y siempre, queridísimos míos. Os anuncio un gran gozo. La Obra de la Divina Providencia ha sido aprobada canónicamente como Congregación religiosa, así como os escribió en mi nombre el hermano Gaspar Goggi; y hoy fiesta de la Santa Pascua de la Resurrección de Nuestro Señor y aniversario de mi primera Santa Misa tuve el grandísimo y verdaderamente santo y celestial consuelo de hacer los santos votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia en las manos de nuestro venerado Obispo. Sea por eso bendito el Nombre Santo del Señor ahora y por la eternidad, qui facit mirabilia solus. Sit Nomen Domini benedictum ! Sit Nomen Domini benedictum ! Sit Nomen Domini semper benedictum ! Os agradezco mucho por vuestras oraciones de siempre por mi pobre alma y especialmente por las de los días pasados de mis Ejercicios Espirituales en preparación a los Santos Votos, durante los cuales, por vuestras caritativas súplicas, el Señor, Pater misericordiarum et Deus totius consolationis, se dignó hacerme sentir toda la suavidad de su santo servicio. Trataré de recompensaros rezando siempre mucho por vosotros y ocupándome más, con la gracia divina, de vuestras almas y de las Casas de la Obra. Rezad aún más por mí ahora ― nunca como ahora siento mi nulidad, ― para que corresponda menos indignamente a las gracias de Nuestro Señor et gaudium maneat et sit plenum, para que Aquél que ha comenzado la obra de la perfección, ipse et perficiat. Confío muchísimo en vuestras oraciones. ¡Cómo hubiera querido que todos estuvierais presentes, si hubiera sido posible, y tener tiempo para poder escribiros! Pero apenas recibí el decreto, empecé enseguida los Santos Ejercicios. ¡Qué consuelo hubiera sido que estuvierais todos presentes, testigos de mi plena y total consagración al Señor, y qué gran consuelo también para vosotros, que tantas veces por desgracia habéis debido asistir a mis ingratitudes e indolencias a sus gracias! Y que consuelo hubiera sido también para nuestros queridos hermanos que ya han muerto: el piadosísimo Ottaggi, el piadosísimo Montagna y la hermosa alma de fray Igino y tantos otros que se entregaron a la Obra y murieron antes de ver este día. Ciertamente, desde el Paraíso, donde creemos que están, ellos han apurado este día y habrán bajado en espíritu junto con María Santísima, Madre nuestra, y nuestros ángeles y protectores de la Obra y de los demás clérigos que están, como esperamos, en el Paraíso. Yo os tenía presentes, así como he sentido que me teníais presente en vuestras oraciones en aquel momento solemne. Con todo, espero veros pronto, deseando encontrarme con vosotros lo antes que me sea posible. Mientras tanto bendigamos y agradezcamos juntos al Señor por la gracia que ha concedido a nuestras almas y a la Obra y pidámosle que olvide nuestras ingratitudes pasadas, por la intercesión de nuestra Madre del Paraíso, la Virgen Santísima; supliquémosle, con humildes e intensísimas oraciones, que las reciba en olor de suavidad, que fortalezca nuestra debilidad, anonadándonos ante Él y dándonos como muertos a Jesucristo, para vivir únicamente de Él y por Él, y que nos dé la gracia de permanecer fieles a la santa vocación, para que ninguna de las primeras piedras sea rechazada por el celestial constructor. Envío a cada una de las Casas copia del Decreto de aprobación con la traducción al italiano; será leído en la Iglesia, en latín y después en italiano, el 19 de abril por la mañana, domingo in Albis, después de la Misa, durante la cual en lo posible se recibirá la Comunión y se hará que la reciban los niños; y a la tarde, vísperas de la fiesta de San Inocencio, Obispo de Tortona; y se pedirá por la prosperidad del Santo Padre, por el Obispo, por la Obra y por mí, que por obediencia estoy encargado de la santificación de vuestras almas. Cántese el Te Deum. Y, en señal de obediencia, después de la lectura del Decreto hecha por el Sacerdote de la Casa, los Coadjutores, Ermitaños y Clérigos besen la mano del Sacerdote. ¡Feliz el hombre que renuncia a la propia voluntad y a todas las cosas por Jesucristo! ¡Feliz aquél que, por amor de Jesús, se hace niño! A esto, queridos hijos y hermanos, debemos dirigir toda nuestra atención y nuestros esfuerzos y nuestras oraciones: a empequeñecernos a los pies de Jesús y, por amor a Jesús hasta la obediencia de los niños, a renunciar a nuestra voluntad; entonces sentiremos cuán suave es servir al Señor y el corazón fiel probará la dulzura de Dios... Vuestro Amadísimo en el Señor y en la Virgen Santísima Don Luis Orione de la Divina Providencia